Favor con favor se paga. Vida entregada... Entregar la vida al Señor Jesús significa
simplemente negar la propia voluntad para servirlo. Es una alianza, un pacto íntimo
que compromete desde el amor, aceptándolo como Único Señor y Salvador.
El Señor Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de Mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Todo el que quiera salvar su vida, la
perderá; y todo el que pierda su vida por causa de Mí, éste la salvará.”
Lucas 9.23-24.
'Entrega' en términos literales, se define como algo que se
cede a otra persona. También significa rendir algo que le ha sido entregado.
Esto puede incluir sus posesiones, poder, metas, y hasta su propia vida.
Los cristianos de hoy en día escuchan mucho acerca de la vida
entregada. ¿Pero qué significa exactamente? La vida entregada es el acto de
devolver a Jesús el amor que nos tiene, hasta dar su vida por nosotros. Es
renunciar a mi vida y ponerla en las manos de Jesús para que Él haga con ella
como Él desee.
Jesús mismo vivió una vida entregada: “Porque he
descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me
envió.” (Juan 6:38). “Yo no busco mi gloria” (Juan 8:50). Cristo
nunca hizo algo por sí mismo. Él no se movió ni dijo palabra alguna sin ser
instruido por el Padre. “Nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el
Padre, así hablo, porque yo hago siempre lo que le agrada”. (Juan 8:28-29).
Cristo habló estas palabras como un hombre de carne y hueso. Después de todo, Él vino a la tierra a vivir no como Dios sino como un ser humano. Él experimentó la vida de la misma forma como nosotros la experimentamos. Y así como nosotros, tenía su propia voluntad. Él escogió entregar completamente esa voluntad a su Padre: “Por eso me ama mi Padre porque yo pongo mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar.” (Juan 10:17-18).
Jesús nos decía: “No se equivoquen. Este acto de mi propia
entrega está totalmente en mi poder para hacerlo. Estoy escogiendo entregar mi
vida. Y no lo estoy haciendo porque algún hombre me dijo que lo hiciera. Nadie
está tomando mi vida. Mi Padre me dio el derecho y privilegio de entregar mi
vida. Él también me dio la elección de pasar esta copa y evitar la cruz. Pero
yo elijo hacerlo, por amor y entrega total a Él.”
Nuestro Padre celestial nos ha dado a todos este mismo
derecho: el privilegio de escoger entregar nuestra vida a seguir la huella de
Jesús. Nadie está obligado a entregar su vida a Dios. Nuestro Señor no nos hace
sacrificar nuestra voluntad y devolver nuestra vida a Él. Él libremente, nos
ofrece la tierra prometida, pero podemos elegir no entrar a ese lugar de
plenitud.
La verdad es que podemos tener tanto de Cristo como deseemos.
Podemos entrar tan profundo en Él como escojamos, viviendo completamente por su
Palabra y dirección. Entregar la vida para el Señor Jesús. El término «entregar
la vida en el altar», significa sacrificar la
propia voluntad para agradar a Dios.
«¡Oh Señor, mi Dios y mi Padre! Bendito es Tu nombre para siempre. De eternidad en eternidad».
Y ¿qué significa que Jesús murió por nuestros pecados? En
pocas palabras, sin la muerte de Jesús en la cruz, por nuestros pecados, ninguno
tendría vida eterna. Jesús Mismo dijo, “Yo soy el camino, y la verdad, y la
vida; nadie viene al Padre sino por mí.” (Juan 14:6). En esta declaración,
Jesús expone la razón de su nacimiento, muerte y resurrección, para proveer el
camino al cielo para una humanidad pecadora, quien jamás podría llegar allí por
sí misma.
Cuando Dios creó a Adán y Eva, ellos eran perfectos en todos
sentidos y vivían literalmente en un paraíso, el Jardín del Edén (Génesis
2:15). Dios creó al hombre a Su imagen, significando que también tenían la
libertad para tomar decisiones y elegir por su propia voluntad. El Génesis describe cómo Adán y Eva sucumbieron a las tentaciones y mentiras de Satanás.
Al hacerlo, ellos desobedecieron la voluntad de Dios al comer del árbol del
conocimiento del cual se les había prohibido: “Y mandó Dios al hombre,
diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; más del árbol de la ciencia
del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente
morirás.” (Génesis 2:16-17). Este fue el primer pecado cometido por el
hombre, y, como resultado, toda la raza humana está sujeta tanto a la muerte
física como a la muerte espiritual, en virtud de nuestra naturaleza pecadora
heredada de Adán.
Dios declaró que todos los que pecaran morirían, tanto física como espiritualmente. Este es el destino de toda la humanidad. Pero Dios, en Su gracia y misericordia, proveyó una salida para este dilema, y derramó la sangre de Su perfecto Hijo en la cruz. Dios declaró que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión.” (Hebr. 9:22). La Ley de Moisés (Éxodo 20:2-17) proveía una forma para que la gente fuera considerada “sin pecado” o “justa” a los ojos de Dios – la ofrenda de animales sacrificados por el pecado. Estos sacrificios fueron solo temporales, aunque, realmente eran una prefiguración de lo perfecto, del sacrificio de Cristo en la cruz, hecho una vez y para siempre –. (Hebr. 10:10).
Esto es por lo que Jesús vino y por lo que Él murió, para
convertirse en el último y final sacrificio, el perfecto sacrificio por
nuestros pecados (Colosenses 1:22; 1 Pedro 1:19). A través de Él, la promesa de
la vida eterna con Dios se vuelve efectiva a través de la fe de aquellos que
creen en Jesús, “para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada
a los creyentes.” (Gálatas 3:22). Estas dos palabras, “fe” y “creer” son
cruciales para nuestra salvación. Es a través de creer en la sangre de Cristo
derramada por nuestros pecados, que recibimos la vida eterna. “Porque por
gracia sois salvos, por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de
Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”. Efesios 2:8-9.
Históricamente, Jesús murió desde una perspectiva humana, la respuesta es bastante sencilla. Los líderes judíos conspiraron contra Él, Judas lo traicionó, Herodes y Pilato lo juzgaron y los soldados romanos lo ejecutaron. Varias personas y grupos fueron responsables de su muerte. Como dice Lucas: “lo clavaron en una cruz por manos de impíos”. (Hch. 2:23).
Jesús murió para acercarnos a Dios: “Cristo murió por los
pecados una vez por todas, el justo por los injustos, para llevarte a Dios”.
(1 Pedro 3:18).
El propósito de llevarnos a Dios implica que, antes de la
muerte de Jesús, estábamos muy alejados. En este punto, los apóstoles Pablo y
Pedro están de acuerdo: “Ustedes, que en otro tiempo estaban lejos, han sido
acercados por la sangre de Cristo”. (Efs. 2:13).
Para acercarnos a Dios, nuestro pecado primero necesitaba ser tratado: “Cristo murió por los pecados”. (1 P 3:18). La Biblia no anda con rodeos cuando se trata de la desobediencia humana y sus consecuencias. Jesús puede describir a sus discípulos como malos, (Mt 7:11) y Pablo dice que “la paga del pecado es muerte” (Ro 6:23). Todos los humanos estamos condenados ante Dios; nuestros pecados nos separan de Aquel cuyo carácter es pura santidad y perfecta justicia.
En la cruz vemos no solo el amor de Dios, sino la seriedad
con la que toma nuestro pecado. La naturaleza sustitutiva de la muerte de Jesús
es la idea clave para comprender cómo Dios trata con el pecado y nos ofrece el perdón.
Para acercarnos, “Cristo murió por los pecados una sola vez, el justo por
los injustos”. (1P 3:18) Si “los injustos” somos todos nosotros, “el
justo” es el mismo Jesús. “Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por
nosotros” (2 Co. 5:21), nuestro pecado, para que recibiéramos misericordia.
Jesús murió para que los humanos recibieran el perdón de sus
pecados y la vida eterna. (Rom. 6:23; Efe. 1:7). Además, al morir fiel, Jesús
demostró que un ser humano puede permanecer leal a Dios incluso ante las
pruebas más difíciles. (Hebr. 4:15).
“El Padre es el arquitecto, el Hijo es el consumador y el
Espíritu Santo es el aplicador de la expiación”.
“Yo soy el que da la vida y el que hace que muertos vuelvan a vivir. Quien pone su confianza en mí, aunque muera, vivirá. Los que todavía viven y confían en mí, nunca morirán para siempre ¿Puedes creer esto?” Juan 11: 25-26.
“¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”
Fotografía: Internet
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