Jesús, te miro y me sorprendo una y otra vez ante tanta
capacidad de amarme…
El amor y la amistad, la amistad y el amor, mensajes
entrañables y trascendentales de Jesús. Hoy Jueves Santo Día del Amor Fraterno,
Jesús repite de nuevo que permanezcamos en su amor para colmo de nuestra alegría.
Jesús es tanto el amor que nos tiene, que no quiere dejarnos
solos, y como prueba de amor y amistad instituye la Eucaristía para quedarse como
alimento. Jesús sacramentado, ya no solo nos regala su presencia, si no que se
da a comer para estar más cerca de nuestro corazón: ¡Tomad y comed, este es mi cuerpo...! ¡No, no hay amor más grande
que su amor!
El amor, don y mandato. Permanecer en su amor es seguir
fieles a su amistad. El amor es el contenido de todos los evangelios, Jesús lo
presenta primero como experiencia y como don de Dios y, después, como mandato.
El Evangelio consiste en el anuncio de que Dios nos amó primero: «Como el Padre
me amó, así también yo los amé a ustedes, permanezcan en mi amor». (Jn 15,9). Y
este anuncio de gracia divina está en el origen de todo amor, porque Dios es
amor. El término polivalente «como» es conjunción comparativa y causal y no
significa sólo «a la manera de», pues no es meramente un símil ni una
comparación, sino que remite al amor como fundamento y «causa» de todo lo que
dice posteriormente.
Permanecer en el amor. Ese amor tiene su origen en Dios
Padre. Él es la causa del amor. Y es que el amor tiene en Dios «el venero
vertiginoso que mana y fluye. La misma corriente de amor que brota del corazón
del Padre y se remansa en Jesús se desborda ahora sobre mí». Jesús abre su
costado y nos da su espíritu y su vida, para que tengamos vida eterna. En ese
amor debemos permanecer. El mandato echa sus raíces en el don del amor de Dios.
Y de ahí se sigue la llamada a vivir en el mismo amor, como consecuencia y no
tanto como ley o norma que se impone: «Ámense unos a otros como yo los amé a
ustedes». (Jn 15,12). Este amor es el que nos lleva al colmo de la alegría.
Ustedes son mis amigos. Y para que no tengamos duda de qué
amor se trata, Jesús describe en qué consiste el amor: «Nadie tiene amor más
grande que quien da su vida por sus amigos: Ustedes son mis amigos». (Jn
15,13-14). El amor de Jesús consiste en desvivirse por los demás y en exponer
la vida a favor de los otros, tal como él hizo en la cruz. Ése es el amor que
revela al Padre, y que constituye la alegría en plenitud para la vida humana.
Jesús llama amigos a sus discípulos y a todos nosotros, porque nos ha contado
todo su secreto y su misterio, porque nos ha revelado la verdad más profunda de
Dios, la que nos proporciona la alegría más plena.
En la amistad está la plenitud de la alegría. Entre todos los
amores humanos, parece que para Jesús el más excelso es el de la amistad. Si lo
comparamos con los otros amores de la vida, la amistad ciertamente sobresale
como la relación más sublime de afecto y de entrega en el amor desinteresado,
libre y gratuito. Y es que, además, en la amistad esa relación es
correspondida. La amistad es un amor profundo que significa querer no sólo al
otro sino el bien del otro. La amistad lleva consigo el componente de la
libertad y de la gratuidad. Al otro se le ama porque sí y sin esperar nada a
cambio. Pero además el otro corresponde con el mismo nivel de amor libre y
gratuito. Por eso en la amistad está la plenitud de la alegría.
La grandeza de la amistad. Ese vínculo es el que Jesús
establece con todos nosotros cuando nos llama «amigos». En el amor de padres a
hijos, de hijos a padres, en el amor entre hermanos, se percibe la
correspondencia de un cierto vínculo de obligación natural. En el de la pareja
humana se expresa el deber de un pacto contraído con la otra persona, y en el
amor al prójimo necesitado se trata de una manifestación plena de entrega
amorosa y desinteresada que no conlleva la correspondencia. Sin embargo en la
amistad, el amor es siempre libre, siempre gratuito, nunca exigible, pero con
la gracia y la enorme alegría de ser correspondido desde el otro. Ésa es la
grandeza de la amistad, como máxima expresión del amor. Ése es el amor que
Jesús nos ha comunicado y que nos lleva a la plenitud de la alegría.
Ámense unos a otros. Y desde esa amistad se entiende también
el mandamiento repetido del amor mutuo: «Que se amen unos a otros». (Jn
15,12.15). Es el mandamiento «nuevo» porque no nace del imperativo de la ley
sino de la gracia de la amistad, como una consecuencia de la misma, y cuyas
exigencias no se computan como obligaciones sino como respuestas al amor
primero, el de la amistad nuestra con Jesús. Esta amistad con Jesús nos pide
una proyección permanente hacia los demás, porque el amor de Jesús, mi amigo,
se convierte dentro de mí en fuerza y aliento para amar. Es dentro de mí como
un torrente de agua viva, arrolladora, que ensancha el corazón humano y me
capacita para amar como Él me amó, es decir, porque Él me amó y de la manera en
que Él me amó, hasta la entrega total de la vida. Las palabras pronunciadas por
Jesús en el cenáculo establecen un vínculo íntimo y profundo en el amor de la
amistad con sus discípulos, pero es como una onda expansiva que no se agota en
aquel círculo más próximo a Jesús, sino que se propaga por doquier en el mundo.
En la amistad con Jesús nadie queda excluido.
Amigos de Jesús y de los pobres. Sólo se autoexcluyen
aquellos que no quieran aceptar ese don de su amor. La amistad no es nunca un
amor posesivo del otro sino respetuoso de la libertad del otro. Es un amor
sincero y siempre creciente. Es gradual y progresivo, pero cuando es auténtico,
su dinamismo de crecimiento no tiene límites ni fronteras. La misión de la
Iglesia es hacer que los seres humanos se sientan amigos de Jesús.
La alegría de la amistad con Jesús en la vida pastoral. Pedro
descubre en los Hechos de los Apóstoles esa presencia del Espíritu allende las
fronteras de su propia limitación y descubre el alcance universal de la
salvación al reconocer la amistad con Dios de parte de todo aquel que practica
la justicia, porque todo aquel que practique la justicia, sea de la nación que
sea, es aceptado por Dios (Hch 10,34-38), más allá de su condición religiosa,
étnica e ideológica. En la misión evangelizadora de la Iglesia la promoción de la
justicia, es una de las tareas primordiales para establecer y permanecer en la
amistad con Dios y con Jesús. Dejemos pues que resuene en cada uno de
nosotros la palabra formidable de Jesús: «Ustedes son mis amigos» y vivamos la
alegría de tal amistad en el amor permanente a nuestro prójimo. Y una de las
vivencias extraordinarias de la amistad con Jesús es la vida de un sacerdote, sacerdote pastor de la iglesia: imitador del Pastor de los pastores, Jesús, el buen pastor que da la
vida por sus ovejas.
Dios no excluye a nadie de su amor. A esa amistad están también
llamados incluso los que no conocen a Dios, pues Dios no hace acepción de
personas, ni excluye a nadie de su amor. De manera misteriosa y sorprendente,
pero no menos real, Dios Padre y Jesús, por medio del Espíritu, establecen
vínculos de amistad con las personas, con cada persona y a escala universal... Jesús ama hasta dar la vida por todos; ama tanto que su amor se hace presente
en el Sagrario.
Sagrario del Altar, nido de tus más tiernos y regalados
amores:
Amor me pides, Dios mío, y amor me das; tu amor es amor de
cielo, y el mío, amor mezclado de tierra y cielo; el tuyo es infinito y
purísimo; el mío, imperfecto y limitado.
Sea yo, Jesús mío, desde hoy, todo para Ti, como Tú los eres
para mí.
Que te ame yo siempre, como te amaron los Apóstoles; y mis
labios besen tus benditos pies, como los besó la Magdalena convertida.
Mira y escucha los extravíos de mi corazón arrepentido, como
escuchaste a Zaqueo y a la Samaritana.
Déjame reclinar mi cabeza en tu sagrado pecho como a tu
discípulo amado San Juan.
Deseo vivir contigo, porque eres vida y amor. Por sólo tus
amores, Jesús, mi bien amado, en Ti mi vida puse, mi gloria y porvenir.
Y ya que para el mundo soy una flor marchita, no tengo más
anhelo que, amándote, morir.
Santa Teresa del niño Jesús.
Fotografía: Internet
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