La imposición de las cenizas nos recuerda que nuestra vida en
la tierra es pasajera y que nuestra vida definitiva se encuentra en el Cielo.
Origen de la costumbre. Antiguamente los judíos acostumbraban
cubrirse de ceniza cuando hacían algún sacrificio y también como signo de
conversión y arrepentimiento de su mala vida y el deseo de llevar una nueva vida por los caminos de Dios.
En los primeros siglos de la Iglesia, las personas que
querían recibir el Sacramento de la Reconciliación el Jueves Santo, se ponían
ceniza en la cabeza y se presentaban ante la comunidad vestidos con un «hábito
penitencial». Esto representaba su voluntad de convertirse dejando atrás sus malas acciones.
En el año 384 d.C., la Cuaresma adquirió un sentido
penitencial para todos los cristianos y desde el siglo XI, la Iglesia
acostumbra poner las cenizas al iniciar los 40 días de penitencia y conversión.
Las cenizas que se utilizan se obtienen quemando las palmas
usadas el Domingo de Ramos de año anterior. Esto nos recuerda que lo que fue
signo de gloria pronto se reduce a nada.
También, fue usado el período de Cuaresma para preparar a los
que iban a recibir el Bautismo la noche de Pascua, imitando a Cristo con sus 40
días de ayuno.
La imposición de ceniza es una costumbre que nos recuerda que
algún día vamos a morir y que nuestro cuerpo se va a convertir en polvo.
Nos enseña que todo lo material que tengamos aquí se acaba. En cambio, todo el bien que tengamos en nuestra alma nos lo vamos a llevar a la eternidad. Al final de nuestra vida, sólo nos llevaremos aquello que hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos los hombres.
Cuando el sacerdote nos pone la ceniza, debemos tener una
actitud de querer mejorar, de querer tener amistad con Dios.
Concédenos Señor el perdón y haznos pasar del pecado a la
gracia y de la muerte a la vida.
Hoy comienza la Cuaresma. Es un “tiempo favorable”, un tiempo
de gracia. Estamos convocados para subir con Cristo a Jerusalén, el lugar donde
él sufrirá y morirá antes de resucitar con gloria. Esto quiere decir que
estamos convocados con Él para sufrir y para morir a nosotros mismos y al
pecado. También para renunciar al mal dentro de nosotros y a nuestro alrededor,
de modo que podamos resucitar, como individuos y como comunidad, a una vida
cristiana más profunda, hacernos más disponibles para Dios y para los hermanos,
y ser capaces de prestar servicio con amor. El camino para ello es el
arrepentimiento, la conversión
sintetizada en el evangelio de hoy como limosna, es decir, preocuparnos
y cuidar de nuestros hermanos; como
oración, es decir, escuchando la palabra de Dios y dándole una respuesta
de amor y compromiso; y como ayuno, es decir, controlando nuestras pasiones y
renunciando a nuestro egoísmo.
En la liturgia del miércoles de ceniza escuchamos dos grandes
mensajes:
Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» « (cf Gn 3,19) y «Conviértete y
cree en el evangelio» (cf Mc 1, 15)
¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el miércoles de
ceniza es un buen día para recordar que somos limitados, frágiles, llenos de
miserias y necesitados de conversión continua.
La ceniza simboliza la muerte. Cuando se impone ceniza sobre
nuestra cabeza se nos recuerda que vamos a morir, que estamos aquí de paso. En
el pueblo judío existía la costumbre de ponerse ceniza sobre la cabeza como
símbolo de penitencia y de arrepentimiento, lo cual fue adoptado por las
primeras comunidades del cristianismo.
Nos dice el Qohelet, en el capítulo 3, que «hay bajo el
sol un momento para todo, un tiempo para hacer cada cosa. (…) tiempo para
llorar y tiempo para reír; tiempo para gemir y tiempo para bailar…» Y
también hay tiempo para recordar que somos polvo: el miércoles de ceniza. Somos
nada, pero una nada muy amada por Dios.
Somos pecadores, pero tenemos un Padre paciente y rico en
misericordia, dispuesto a perdonarnos cada vez que volvemos a Él con humildad a
pedirle perdón.
Momento de conversión y pedir perdón. Hoy es un buen día para
ponerse de rodillas y decir: «Misericordia, Señor, he pecado» (Cfr. Sal
50) Esta oración, así de simple, puede ser como la melodía de fondo de la
cuaresma. Se puede repetir a lo largo del día, para avivar la conciencia del
gran beneficio que Jesucristo Redentor nos ha ofrecido al perdonarnos y
salvarnos con su pasión, muerte y resurrección.
El miércoles de ceniza es la puerta de la cuaresma. La
cuaresma es un camino de reflexión, oración y conversión. Cuaresma es tiempo
para buscar el silencio y la soledad, para conocernos más a nosotros mismos, y
reconciliarnos con Dios y con nuestros hermanos. Ante todo, con Dios, pues este
es un tiempo propicio para reconocer con humildad si nos hemos olvidado de Él y
en tal caso, convertirnos, volver a Él, pedirle perdón y hacer un firme
propósito de enmienda.
«Ojalá escuchéis hoy mi voz; no endurezcáis vuestro corazón» (cfr. Sal 95, 7b-8a)
Entramos en un tiempo en que toda dureza ha de ceder, todo
corazón ha de ablandarse y abrirse a la misericordia. Durante la Cuaresma nos
preparamos para la Semana Santa y la Pascua, en las que conmemoraremos la
pasión, muerte y resurrección de nuestro Redentor, que padeció grandes
tormentos, inocentemente y por amor, para salvarnos de nuestros pecados. Por
eso recordamos durante las semanas precedentes que somos pecadores. Recordamos
que necesitamos el perdón que Él nos alcanza en la Cruz. Y comprendemos que si
Él nos perdonó, también nosotros debemos perdonar a quienes nos ofenden, como
rezamos en la oración al Padre que Él mismo nos enseñó.
Es tiempo de oración, tiempo de reflexión, tiempo de conversión... El tiempo de Cuaresma nos ayuda a conocer mejor a Cristo y podemos conocernos mejor a nosotros mismos –y quizá
hasta el grado de aprender a perdonarnos lo que ya Dios mismo quiere perdonar y
olvidar- y preparar el corazón para pedir perdón a Dios, pedir perdón a
nuestros hermanos y perdonar a fondo a cuantos nos hayan hecho sufrir de alguna
manera, esforzándonos por disipar de nuestra vida toda rencilla y todo rencor.
Cuaresma, por tanto, es tiempo también de sanación. Dios ve nuestras lágrimas, Dios escucha nuestras súplicas. Mientras recordamos nuestras penas y sufrimientos, pidamos paz, descanso y bendición. Tarde o temprano Él vendrá a sanar nuestras heridas.
Pero es necesario esperar. La esperanza nos recuerda que esta no es nuestra casa. Estamos de viaje. Y mientras peregrinamos al cielo, la oración es agua fresca para quien camina en el desierto.
Sólo Dios puede hacernos íntegros de nuevo desde nuestra situación de destrozo interior.
Sólo Dios puede darnos la perspicacia interior para descubrir
con cuánta frecuencia estamos alienados con Él, con los otros, e incluso con nosotros mismos.
Sólo Dios puede darnos la fuerza para cambiar nuestro modo de
ser y de vivir y llegar a ser totalmente nuevos.
Gracias por estos mensajes evangélicos que nos
ayudan a abrir nuestro corazón al misterio de salvación y con ferviente fe nos ponemos
en camino junto a Jesucristo, que por nosotros sufre Pasión y Muerte y con su
gloriosa Resurrección nos redime de nuestras debilidades, pecados y muerte.
Fotografía: Internet
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