domingo, 20 de diciembre de 2020

La dulce espera



Muchos de nosotros guardamos en el corazón, como un tesoro, nuestro cariño a la Virgen María. Un cariño que, para muchos es una preciosa herencia de nuestros padres.

Dentro de las tradiciones que existen durante el Adviento, existe una que centra su atención en la gestación de Nuestra Señora. 'María de la Dulce Espera', o la 'Virgen de la Esperanza', es una de las devociones y advocaciones marianas más queridas durante el tiempo previo a la Navidad. La Virgen María, quien se representa embarazada, se convierte para este tiempo en signo de esperanza, porque el Salvador del mundo estará muy pronto en medio de nosotros.

La fiesta litúrgica de la Virgen de la Esperanza se celebra cada 18 de diciembre. El origen de esta festividad viene desde el Concilio X de Toledo celebrado en el año 656, cuando se estableció la conmemoración mariana de la ‘Expectatio Partus’, es decir, de la “espera del parto”, para que se celebrase los ocho días antes de la Navidad. Así dice el decreto conciliar: “Se establece por especial decreto que el día octavo antes de la Navidad del Señor se tenga como celebérrimo y preclaro en honor de su Santísima Madre”, siendo un tiempo “únicamente consagrado a celebrar la encarnación del Hijo de Dios y la Divina Maternidad de la Santísima Virgen”.

Este decreto fue muy pronto confirmado por San Ildefonso, arzobispo de Toledo del 657 al 667, dándole por nombre “Expectación del parto de la Virgen Santísima” a esta festividad, invitando a los fieles que, “aunque en todo el Adviento deben pedir y desear fervorosamente con la Iglesia el nacimiento el Salvador”, en los ocho días previos a la Navidad aumenten “sus deseos, sus votos, sus ansias, sus suspiros por el sagrado parto de la Santísima Virgen”.

Tiempo después, durante el Pontificado de Gregorio XIII fue aprobada esta fiesta originaria de España. Extendiéndose su devoción, primero por Francia y luego por otros países.

Según comenta en su blog el Padre Eduardo Sanz de Miguel, En esta celebración “se hace memoria de la Encarnación del Señor en el vientre de María y de la plena colaboración de María con los planes de Dios. María es la mujer orante que escucha la Palabra de Dios y es el modelo de la Iglesia que pone en práctica la Palabra de Dios”.

“A lo largo de los siglos, los justos de Israel habían esperado en el cumplimiento de las promesas de redención hechas por Dios por medio de sus profetas. En la plenitud de los tiempos, la esperanza de Israel y de la humanidad entera se concentra en María, la humilde sierva del Señor, que cree y espera con confianza que Dios cumplirá lo que anuncia”, agrega el sacerdote.

Es un tiempo para meditar en la ‘Theotókos’, es decir, en la “Madre de Dios”. Como lo explica San Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Mulieris Dignitatem” sobre la dignidad de la mujer: “En el momento de la Anunciación, pronunciando su ‘fiat’ (hágase), María concibió un hombre que era Hijo de Dios, consubstancial al Padre. Por consiguiente, es verdaderamente la Madre de Dios, puesto que la maternidad abarca toda la persona y no sólo el cuerpo, así como tampoco la ‘naturaleza’ humana. De este modo, el nombre ‘Theotókos’ (Madre de Dios) viene a ser el nombre propio de la unión con Dios, concedido a la Virgen María”.

Pues, en esta semana en “Caminando con María” continuamos reflexionando nuestra vida desde la figura y ejemplo de nuestra madre, la Virgen María.

Desde la oración del Año Mariano Nacional, nos detenemos en la expresión: “Tú que al pie de la cruz te mantuviste firme y viviste el alegre consuelo de la resurrección, enséñanos a ser fuertes en las dificultades y a caminar como resucitados”.

“A semejanza de la esperanza también la fortaleza tiene un aspecto humano, pero también es un don que pedimos los que tenemos fe en Jesús. Una persona no se vuelve fuerte de un día para el otro. No se improvisa la fortaleza espiritual”.

A lo largo de la Palabra de Dios se muestra, en varias oportunidades, la invitación de parte de Dios a que seamos fuertes y valientes:

“Permaneced firmes en la fe, sean valientes y fuertes” (1 Corintios 16, 13-14)

“Cobren ánimo y ármense de valor” (Salmo 31, 24)

“Sean fuertes y valientes. No teman ni se asusten ante esas naciones, pues el Señor su Dios siempre los acompañará; nunca los dejará ni los abandonará” (Deuteronomio 31,6)

En María tenemos una mujer de fortaleza. La virtud de la fortaleza sostuvo a María en momentos como:

Cuando escuchó la profecía de Simeón (Lc 2,22): “Una espada te atravesara el corazón”

Cuando huyó a Egipto (Mt 2,13) porque corría peligro la vida de Jesús.

Cuando el Niño se pierde en el Templo (Lc 2,41)

En el encuentro con su Hijo camino del Calvario.

Cuando Jesús muere en la cruz ( Jn 19,17)

El descenso del cuerpo de Jesús de la cruz (Mc 15,42)

Cuando Jesús es colocado en el sepulcro (Jn 19,38)

De María querríamos saber todo: dónde nació, la historia de sus padres; si tuvo hermanos; cómo fue su infancia… Sin embargo, lo primero que conocemos a ciencia cierta de María, por la Revelación, es el momento de su vocación. Ahí se cumplieron las promesas más antiguas de Dios (Génesis 33, 14-15). Ahí cambió definitivamente el curso de la Historia: en el seno purísimo de María el Verbo de Dios se hizo carne (Lucas 1, 26-38). La Revelación divina nos dice lo esencial para nuestra salvación. Pero no dice más. El Evangelio de San Lucas es llamado el Evangelio de María, porque relata hechos y situaciones que solo María podía conocer y contar a otros. Y, sin embargo, María, siempre discreta, no nos habla nunca de sí misma, no toma nunca para sí un papel de protagonista: habla siempre de la bondad de Dios y nos lleva siempre a Dios.

María, una criatura como nosotros, pero al mismo tiempo libre de pecado desde su concepción, nacida de unos padres especialmente elegidos por Dios para la que habría de ser la Madre del Salvador, buscó a Dios de todo corazón desde su primera infancia. Podemos imitar su ejemplo y poner a Dios en el centro de nuestra vida.

Si queremos ir a Jesús, nada mejor que ir con María. Pongamos a la Virgen en nuestra vida para que Ella nos lleve a Dios. María, a la que invocamos como camino seguro, nos puede mostrar a Jesús fruto bendito de su vientre y puede también venir a recogernos en el momento final de nuestra vida, para acompañarnos en nuestro encuentro directo y definitivo con Dios. ¡Qué consuelo será entonces verla a nuestro lado! No estamos solos: tampoco entonces estaremos solos. María es verdaderamente nuestro consuelo, nuestra abogada, como tantas veces le cantamos en la Salve.

¡Qué bonita aspiración! Tener a la Virgen muy presente cada día. Es como darle permiso para que ejerza de Madre y cuide siempre de nosotros. Muchas veces no nos daremos cuenta de sus cuidados, como pasó en Caná (Juan 2, 1-11), pero ahí estará Ella, pidiendo a Jesús que nos saque de apuros…

En nuestra oración, ahí está María. Lo describe esa antigua antífona mariana que tanto gustaba al Papa Juan Pablo II y tanto gusta a Francisco: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!”. 

La dulce espera de María tiene a los cristianos muy esperanzados; junto a María que espera, todos esperamos…

Ven, ven Señor no tardes… Ven que te esperamos… Ven pronto Señor...


Fotografía: Internet 

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