“En la cruz está la gloria y el honor, y en el padecer dolor, vida y consuelo, y el camino más seguro para el cielo.”
Hoy 15 de octubre la Iglesia católica celebra la Fiesta en
honor a Santa Teresa de Jesús o de Ávila, Virgen y Doctora de la Iglesia, una
española y mística carmelita, patrona de las escritoras: La primera mujer, junto a Santa Catalina de Sena que recibe el título de Doctora de la Iglesia.
“Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se
muda, la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: solo Dios
basta”. Estas líneas
corresponden a uno de los poemas que escribió la gran Santa Teresa de Jesús, la
primera mujer declarada Doctora de la Iglesia, y que pueden ser consideradas
como una de las plegarias más hermosas que existen. Santa Teresa de Jesús —o de
Ávila, en virtud del lugar donde nació— fue la reformadora del Carmelo en el
siglo XVI, y fundadora de la Orden de las Carmelitas Descalzas.
Santa Teresa de Jesús nació en Ávila, España, el 28 de marzo
de 1515. Su nombre, Teresa de Cepeda y Ahumada, hija de Alonso Sánchez de
Cepeda y Beatriz Dávila Ahumada. En su casa eran 12 hijos. Tres del primer
matrimonio de Don Alonso y nueve del segundo, entre estos últimos, Teresa.
Escribe en su autobiografía: “Por la gracia de Dios, todos mis hermanos y
medios hermanos se asemejaban en la virtud a mis buenos padres, menos yo”.
A los 18 años ingresó al Carmelo y a los 45 años, buscando
responder a las gracias extraordinarias que recibía del Señor, emprendió una
reforma de su propia Orden, con ansias de auténtica renovación y fidelidad al
espíritu original del Carmelo. Apoyada por San Juan de la Cruz, dio inicio a la
gran reforma carmelitana.
A pesar de las incomprensiones, el rechazo de muchos, las
habladurías y las falsas acusaciones —algo que la llevaría a comparecer frente
a la Inquisición— Teresa no se detuvo en el proyecto que el Señor le había
encomendado. Siempre con la orientación y guía de las autoridades eclesiales y
su director espiritual, Teresa fundó nuevos conventos y reorganizó la vida de
las religiosas de claustro, optando por una vida más austera, sin vanidades ni
lujos.
Teresa tuvo tanto un corazón apasionado como una inteligencia
vivaz. Sin embargo, eso no la libró de pasar buena parte de su vida religiosa
sumida en cierta mediocridad y desasosiego, acentuados por enfermedades y
dolencias físicas. Dios permitió incluso que experimente en carne propia eso
que los místicos llaman “la noche oscura de la fe”.
Después de muchos años, cuando Teresa se dejó conducir por
Dios a través de la oración, su interior empezó a redescubrir el primer amor a
Cristo. Pasando largas horas en oración contemplativa de cara al amado Jesús,
empezó a experimentar éxtasis y arrebatos místicos. Y, contra lo que el
prejuicio podría sugerir, jamás perdió el sentido práctico ni la habilidad para
atender situaciones cotidianas. Es cierto que, como la mayoría de mujeres de su
tiempo, tuvo escasa educación, pero eso no pareció ser impedimento para mostrar
su talento y sabiduría singulares. Tal era ese saber de origen divino que
personajes ilustres y poderosos se rendían ante ella y le pedían consejo —empezando por algunos obispos y miembros de la nobleza—. Muchos de ellos, en
gratitud, cooperaron con recursos materiales y financiamiento a su “reforma”,
esa que bien describía como “el llamado dentro del llamado”. La santa carmelita
sabía muy bien que toda obra de Dios es una tarea conjunta que requiere de
mucha generosidad: "Teresa sin la gracia de Dios es una pobre mujer;
con la gracia de Dios, una fuerza; con la gracia de Dios y mucho dinero, una
potencia".
Santa Teresa, cuyos escritos son guía segura en los caminos
de la oración y de las virtudes cristianas, son fundamentalmente una invitación
a la perfección de la santidad. El Papa Emérito Benedicto XVI nos lo recordaba
hace una década: “Santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida
cristiana para los fieles de todos los tiempos. En nuestra sociedad, a menudo
carente de valores espirituales, Santa Teresa nos enseña a ser testigos
incansables de Dios, de su presencia y de su acción” (Audiencia general, 2
de febrero de 2011).
Teresa de Jesús partió a la Casa del Padre el 15 de octubre
de 1582. Fue canonizada en 1622 y reconocida Doctora de la Iglesia por San
Pablo VI en 1970.
Su faceta como escritora: Cartas, oraciones, poesías, frases,
memorias... Santa Teresa escribió muchos textos que recogían los puntos de su
doctrina místico-espiritual. En primer lugar, enunciaba las virtudes
evangélicas como la base de toda la vida cristiana y humana. Esta visión
incluía la necesidad de separarse de los bienes terrenales para abrazar la
pobreza, pero también el amor al prójimo; la humildad; la determinación; la
esperanza teologal.
Pero Santa Teresa también predicaba la necesidad de una
profunda sintonía con los grandes personajes bíblicos y una especie de amistad
necesaria entre el hombre y Dios. En su “Vida”, hablando de la oración, ella
escribió: “Orar es tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas
con Quién sabemos nos ama”. (Vida,
8,5).
Santa Teresa de Jesús inició su labor de escritora en plena
madurez. Todos sus libros datan de los dos últimos decenios de vida. El primero
de ellos, su autobiografía, está escrito en 1565, cuando la Autora contaba unos
50 años. De fecha anterior nos dejó sólo tres composiciones breves, las tres
Relaciones primeras, escritas entre los 45 y 50 de edad. También las Cartas de
la Santa son de data tardía. Salvo una, escrita a su hermano Lorenzo en 1561, y
un par de billetes más, el carteo que de ella nos ha legado es posterior a sus
53 años. Ocupa los tres últimos lustros de su vida, consumada a los 67 de edad.
El retraso no es casual. Se debe a hechos fuertes, que sólo
entonces pusieron en marcha su vocación de escritora. El acontecimiento
determinante para el brote de su magisterio y la composición de sus obras
mayores, fue su entrada en la experiencia de Dios. Como en el caso de los
profetas bíblicos, no se trató de un hecho aislado sino de un entramado de
acontecimientos en cadena. Ellos la introdujeron en una existencia nueva. Y la
obligaron desde dentro a hablar de Dios, de su experiencia profunda y de una
nueva visión de la vida, de las cosas y del alma humana. Presionada por la
fuerza de esa nueva densidad interior, intenta escribir. Resultan fallidos sus
primeros tanteos literarios: es demasiado delicado y friable lo que quisiera
decir. Pero no tarda en liberar la pluma; y comienza a redactar con fluidez y
sin trabas. Primero, para testificar en grande su caso personal: el Libro de su
Vida. Luego, para trasmitir sus consignas de pedagogía espiritual: el Camino de
Perfección. Por fin, para formular su gran síntesis del misterio de la vida
cristiana: el Castillo Interior. Por las mismas fechas en que escribe este
último libro místico, llega al apogeo su epistolario: años 1576-1578.
Pero el carteo teresiano, con cuanto tiene de fenómeno
singular en la historia de la literatura y de la espiritualidad, fue
determinado por resortes diversos. No se trata en él de una expansión mística,
ni del resultado de una interior fuerza profética. Ni siquiera del
desbordamiento de su riqueza y densidad interiores. Ante todo, ella escribe
para comunicarse. Humanamente, posee alma abierta. Amiga de soledad, dirá ella.
Pero no menos necesitada de vasos comunicantes a nivel humano. Es intuitiva,
dinámica, dotada de fino sentido práctico; pero sin autosuficiencia. Para vivir
y actuar, necesita el refrendo ajeno. Amistades y asesorías. Hermanas
religiosas y teólogos letrados. Personas en comunión con sus ideales y sus
empresas. Nace así el primer brote epistolar, como simple prolongación de la
comunicación oral cotidiana, en familia, amistades, vida religiosa…
Rápidamente, el cuadro se adensa y se dilata. La vida misma
introduce a la Madre Teresa en una plataforma de acción compleja y cargada de
responsabilidades. Con ella en medio, desempeñando un caudillaje femenino poco
corriente en aquella hora de la historia y en el marco de aquella su
«cristiandad». Para fundar, viajar, comprar y vender, discutir de
jurisdicciones y reformas, seleccionar vocaciones, prioras y letrados, allegar
dineros, negociar en la corte de Madrid, tramitar licencias en Roma, arreglar
casorios y herencias, dar consejos de oración, celebrar la llegada de novedades
americanas como las patatas, y mil cosas más, tendrá que empuñar la pluma y
entablar el diálogo. Surge así una red de comunicaciones humanas que cruzan la
geografía castellana, atraviesan los más variados estratos de aquella sociedad
y tienen en ella —en el alma de la Santa— una especie de nudo de
comunicaciones. Eran tastas las cartas que escribir que se pasaba encerrada en
su despacho hasta las dos de la madrugada. Y, puesta a escribir, la “lástima es
que no sé acabar”, decía.
Todo ello sin traumas para su vocación mística ni para su
alma de contemplativa. Y a la vez sin problemas para la vida religiosa que ella
promueve y acaudilla. Al contrario. Precisamente dentro del grupo monacal que
ha congregado en torno a su persona, pone en marcha un estilo de fraternidad y
convivencia que exige la comunicación humana con la misma fuerza que la
comunión en los ideales místicos. Cada carmelo suyo es un grupo de personas
abiertas en las dos dimensiones: en la comunión mística del ideal contemplativo
y en la comunicación humana de la vida de cada día, con sus alegrías, problemas
y quehaceres. De ahí que cuando los carmelos de la Madre Teresa se multiplican,
rebrota a nivel intercomunitario la misma necesidad de comunicar. El carteo, de
Carmelo a Carmelo, crea una red de comunicaciones que prolongan la apertura de
alma de la Fundadora. Todo ello visto al trasluz de un prisma excepcional: los
ojos vivaces y purificados de la Madre Teresa. Su epistolario resulta, así, un
jirón de historia al natural, modesta y humilde, pero veraz; y una lección de
vida humana y cristiana integral, sin adobos ni alambiques. «Entre los pucheros
anda el Señor», había escrito ella. Las alturas de la experiencia mística
contadas en las Moradas, resulta que eran vividas entre el ajetreo de carteros
y carromatos, tal como queda documentado en este epistolario.
Santa Teresa fue beatificada en 1614 y luego santa por el
Papa Gregorio XV en 1622. En 1970, Pablo VI la inscribió entre los doctores de
la Iglesia, junto con Catalina de Siena. Se celebra el 15 de octubre, día de su
muerte. Se dice que sus últimas palabras fueron: “Al final, muero como hija
de la Iglesia. Ya es hora, Esposo mío, de que nos veamos”.
Teresa, mujer inconformista, luchadora y valiente. A pesar de los prejuicios antifeministas de su época (500 años atrás), la vida y los escritos de Teresa son una defensa a ultranza del derecho de la mujer a pensar por sí misma y a tomar decisiones y no quiso que nadie se entrometiera en la vida cotidiana de sus monjas. Hubo de realizar muchos esfuerzos para que ellas pudieran autogestionarse y tuvieran libertad de elegir confesores y consejeros, y no estuvieran sometidas en todo a los varones; algo inconcebible en su época.
Admirable la fuerza y el coraje de esta mujer. Santa Teresa, lucha contra la injusticia y defiende el derecho de gobernar y dirigir sus
propios asuntos. Ella no se deja amedrantar por el machismo imperante y lleva
a cabo aquello en lo que cree sin achantarse. Y de esto hace más de quinientos
años…
Ella decía: El tiempo de la oración no es tiempo perdido;
es tiempo en el que se abre el camino de la vida, se abre el camino para
aprender de Dios un amor ardiente a él, a su Iglesia, y una caridad concreta
para con nuestros hermanos.
Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios, que vive en mí,
si no es el perderte a ti
para mejor a Él gozarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.
Fotografía: Internet
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