sábado, 17 de octubre de 2020

Mudanza


 

El hogar: mi casa, tu casa, es un lugar de apego seguro y un referente importante de nuestra vida. En nuestra infancia, nos acoge, nos da afecto y nos protege. Y durante la adultez, nos afirma y nos da seguridad. La casa nos afinca a un lugar y nos hace tener raíces.

Solemos buscar en nuestra casa el calor familiar de hogar, el olor a comida caliente, el colchón que descanse los anhelos, el refugio que proteja los miedos. Cuando pasamos las jornadas fuera por motivos de trabajo, resolver asuntos o porque salimos a pasear, cansados de calle deseamos llegar a nuestro hogar, como si nos diera ese calor afectivo que tanto necesitamos y nos arropara con seguridad y calma. “Hogar dulce hogar”.

Salvo alguna excepción, no siempre en la casa que nos criamos envejecemos. Durante nuestra vida, alguna vez dejamos un nido por otro, cambiamos el lugar de residencia, bien por situación estratégica, por trabajo, por confortabilidad, o simplemente por cambiar de vecinos.

Mudarse de casa es más que una elección, es un hecho elemental. La casa cumple con unas necesidades básicas y a la vez es un referente trascendental en nuestra vida porque es símbolo de seguridad y protección. De ahí que el hecho de mudarse sea tan importante y en ocasiones conlleve una explosión de duelo, miedo o alegría.

Cuando mudarse de casa se hace necesario... Puede ser que en el lugar donde has vivido, por el motivo que sea, ya no haya lazos familiares ni de amistad que te alegren los días y se hace necesario otra ubicación donde forjar nuevos lazos que arraiguen en el tiempo.

Hay ocasiones en que de pronto miras por la ventana y el lugar que estás observando ya no lo identificas como tu espacio, o a la casa le falta el calor de vivencias y sientes el frío de ausencias que pesan, entonces es momento de romper con ese entorno para respirar aire nuevo que aliente, motive e impulsen ánimos renovados que ayuden a mitigar viejas escenas, porque cada casa tiene vida propia y ofrece escenarios diferentes. La casa tiene que atraer y acoger. Teniendo en cuenta que, en cada casa que habitas se acumulan vivencias y recuerdos, por eso siempre he sentido pena al dejar las casas donde he vivido, porque un poquito de mí se queda entre las paredes.

La casa del campo donde nací es la más que disfruté, porque la alegría y la inocencia de la niñez todo lo ve grande, muy grande, y mis padres y mis hermanos eran la fortaleza donde sentirme segura, protegida y querida, y en familia compartía plato, cama y juegos, y gozaba de la naturaleza en plenitud. Viví sin prisas disfrutando del sosiego y la calma de un lugar laborioso, pero con un ambiente tranquilo y familiar. Allí me empapé de la sencillez y la solidaridad humana y descubrí en el paisaje y su gente a Dios, pero buscando mejor porvenir, cambiamos el campo por la capital; mundos distintos… La casa era de los abuelos maternos y tuve la oportunidad de seguir yendo y disfrutar del lugar por muchos años más y hoy que ya no pertenece a la familia, al pasar por delante la siento latir, porque allí viví mi feliz infancia, mis mejores años…

Mis padres habían vivido en dos casas, la primera de los abuelos paternos dónde nacieron las dos hijas mayores, y la segunda de los abuelos maternos, nacimos los ocho del resto de su numerosa prole (diez en total), pero al mudamos a la capital, la casa sí era propiedad de mis padres. Al cambiarnos de hogar, ya no había tantos juegos de niños, los mayores eran jóvenes que peleaban por encontrar un camino con el que identificarse, y en esa búsqueda chocaba la nueva identidad con los principios morales de la época. Los hijos se enfrentaban a los padres sin atenerse a razones actuando a la ligera y sin remordimiento alguno frente a las lágrimas que hicieron derramar.

“¡Ay, si estas paredes hablaran…!”: decía aquella madre en su dolor. Las paredes son testigos mudos del carácter de sus habitantes y va capturando episodias tristes y alegres del acontecer de los días. Y ahí está la casa de mi corta juventud (me casé joven), con los recuerdos colgando de sus paredes y donde aún resuenan las voces que me abrigaron. Aunque hace varias décadas que mis padres no están entre nosotros, la casa sigue siendo ‘la casa de mis padres’, habitada por otros miembros de la familia.

Es ley de vida, a los hijos le crecen las alas y quieren volar, crecen y se van para vivir por su cuenta, tienen un camino por delante y quieren explorarlo en compañía de un corazón amoroso, y dejan el hogar paterno y forman su propio hogar. Con la libertad asumida y la pasión a flor de piel en mi cambio de ‘estado’ he abrigado tres hogares: en el primero diez años, en el segundo doce años y en el tercero, el que habito en estos momentos llevo veinticinco años, y presiento que pronto dejaré estas paredes que tanto bien me han hecho, para entrar en la etapa última de mi vida, en la que me voy despojando de toda pertenencia, porque ya nada me pertenece. Así, poco a poco voy quedando libre de ataduras materiales y de vínculos terrenales y, extenderé las alas y alzaré el vuelo. Aquí quedarán las huellas, pero conmigo va lo vivido.   

Mudarse de casa implica arramblar con todos las pertenencias… Pero para las dos mudanzas trascendentales de nuestra vida, ni traemos ni llevamos bártulos. Por tanto, en esta vida sólo dos mudanzas son importantes: Mi primera mudanza fue cuando nací. Llegué sin nada material, pero traía un corazón lleno de amor para dar, fui acogida con calor familiar y recibí mucho amor.

La segunda mudanza, por edad, está en puertas, porque tras escribir mi historia, los años se encargan de llevarme al punto de partida; ese momento que cerramos los ojos y nos despojamos de la apariencia física y elevándonos decimos adiós al tiempo transcurrido entre los mortales. Y me voy como vine, sin nada material, pero con el alma llena del amor que di y recibí y con algunas heridas cicatrizadas.

Siempre que nos mudamos hay alguien que nos despide y nos recibe. Cuando nací fui recibida con mucha alegría por mis padres; fue mi padre quién me dio el primer baño y mi madre me arropó aquella noche ya finalizando el invierno.

Y, cuando me vaya de esta vida, en el tiempo señalado, tras los avatares de luchas y de entregas seré recibida nuevamente por mis padres que me han precedido. Así lo creo, porque Dios quiere que a nuestra llegada a la morada eterna nos sintamos acompañados hasta integrarnos en la inmensidad celestial.


Fotografía: Internet

 

 

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