El hogar: mi casa, tu casa, es un lugar de apego seguro y un
referente importante de nuestra vida. En nuestra infancia, nos acoge, nos da
afecto y nos protege. Y durante la adultez, nos afirma y nos da seguridad. La
casa nos afinca a un lugar y nos hace tener raíces.
Solemos buscar en nuestra casa el calor familiar de hogar, el
olor a comida caliente, el colchón que descanse los anhelos, el refugio que
proteja los miedos. Cuando pasamos las jornadas fuera por motivos de trabajo,
resolver asuntos o porque salimos a pasear, cansados de calle deseamos llegar a
nuestro hogar, como si nos diera ese calor afectivo que tanto necesitamos y nos
arropara con seguridad y calma. “Hogar dulce hogar”.
Salvo alguna excepción, no siempre en la casa que nos criamos
envejecemos. Durante nuestra vida, alguna vez dejamos un nido por otro, cambiamos
el lugar de residencia, bien por situación estratégica, por trabajo, por
confortabilidad, o simplemente por cambiar de vecinos.
Mudarse de casa es más que una elección, es un hecho elemental. La casa cumple con
unas necesidades básicas y a la vez es un referente trascendental en nuestra
vida porque es símbolo de seguridad y protección. De ahí que el hecho de mudarse sea
tan importante y en ocasiones conlleve una explosión de duelo, miedo o alegría.
Cuando mudarse de casa se hace necesario... Puede ser que
en el lugar donde has vivido, por el motivo que sea, ya no haya lazos
familiares ni de amistad que te alegren los días y se hace necesario otra ubicación
donde forjar nuevos lazos que arraiguen en el tiempo.
Hay ocasiones en que de pronto miras por la ventana y el lugar que estás observando ya no lo identificas como tu espacio, o a la casa le falta el calor de vivencias y sientes el frío de ausencias que pesan, entonces es momento de romper con ese entorno para respirar aire nuevo que aliente, motive e impulsen ánimos renovados que ayuden a mitigar viejas escenas, porque cada casa tiene vida propia y ofrece escenarios diferentes. La casa tiene que atraer y acoger. Teniendo en cuenta que, en cada casa que habitas se acumulan vivencias y recuerdos, por eso siempre he sentido pena al dejar las casas donde he vivido, porque un poquito de mí se queda entre las paredes.
La casa del campo donde nací es la más que disfruté, porque
la alegría y la inocencia de la niñez todo lo ve grande, muy grande, y mis
padres y mis hermanos eran la fortaleza donde sentirme segura, protegida y
querida, y en familia compartía plato, cama y juegos, y gozaba de la naturaleza
en plenitud. Viví sin prisas disfrutando del sosiego y la calma de un lugar
laborioso, pero con un ambiente tranquilo y familiar. Allí me empapé de la
sencillez y la solidaridad humana y descubrí en el paisaje y su gente a Dios,
pero buscando mejor porvenir, cambiamos el campo por la capital; mundos
distintos… La casa era de los abuelos maternos y tuve la oportunidad de seguir yendo
y disfrutar del lugar por muchos años más y hoy que ya no pertenece a la familia, al
pasar por delante la siento latir, porque allí viví mi feliz infancia, mis
mejores años…
Mis padres habían vivido en dos casas, la primera de los
abuelos paternos dónde nacieron las dos hijas mayores, y la segunda de los abuelos maternos, nacimos los ocho del resto de su
numerosa prole (diez en total), pero al mudamos a la capital, la casa sí era propiedad de mis
padres. Al cambiarnos de hogar, ya no había tantos juegos de niños, los mayores
eran jóvenes que peleaban por encontrar un camino con el que identificarse, y
en esa búsqueda chocaba la nueva identidad con los principios morales de la
época. Los hijos se enfrentaban a los padres sin atenerse a razones actuando
a la ligera y sin remordimiento alguno frente a las lágrimas que hicieron
derramar.
“¡Ay, si estas paredes hablaran…!”: decía aquella madre en su
dolor. Las paredes son testigos mudos del carácter de sus habitantes y va capturando
episodias tristes y alegres del acontecer de los días.
Y ahí está la casa de mi corta juventud (me casé joven), con los recuerdos
colgando de sus paredes y donde aún resuenan las voces que me abrigaron. Aunque
hace varias décadas que mis padres no están entre nosotros, la casa sigue
siendo ‘la casa de mis padres’, habitada por otros miembros de la familia.
Es ley de vida, a los hijos le crecen las alas y quieren
volar, crecen y se van para vivir por su cuenta, tienen un camino por delante y
quieren explorarlo en compañía de un corazón amoroso, y dejan el hogar paterno
y forman su propio hogar. Con la libertad asumida y la pasión a flor de piel en
mi cambio de ‘estado’ he abrigado tres hogares: en el primero diez años, en el
segundo doce años y en el tercero, el que habito en estos momentos llevo veinticinco años, y presiento que pronto dejaré estas paredes que tanto bien me
han hecho, para entrar en la etapa última de mi vida, en la que me voy
despojando de toda pertenencia, porque ya nada me pertenece. Así, poco a poco voy
quedando libre de ataduras materiales y de vínculos terrenales y, extenderé las
alas y alzaré el vuelo. Aquí quedarán las huellas, pero conmigo va lo vivido.
Mudarse de casa implica arramblar con todos las pertenencias…
Pero para las dos mudanzas trascendentales
de nuestra vida, ni traemos ni llevamos bártulos. Por tanto, en esta vida sólo
dos mudanzas son importantes: Mi primera mudanza fue cuando nací. Llegué sin nada
material, pero traía un corazón lleno de amor para dar, fui acogida con calor
familiar y recibí mucho amor.
La segunda mudanza, por edad, está en puertas, porque tras
escribir mi historia, los años se
encargan de llevarme al punto de partida; ese momento que cerramos los ojos y
nos despojamos de la apariencia física y elevándonos decimos adiós al tiempo
transcurrido entre los mortales. Y me voy como vine, sin nada material, pero
con el alma llena del amor que di y recibí y con algunas heridas cicatrizadas.
Siempre que nos mudamos hay alguien que nos despide y
nos recibe. Cuando nací fui recibida con mucha alegría por mis padres; fue mi
padre quién me dio el primer baño y mi madre me arropó aquella noche ya
finalizando el invierno.
Y, cuando me vaya de esta vida, en el tiempo señalado, tras
los avatares de luchas y de entregas seré recibida nuevamente por mis padres que me han precedido. Así lo creo, porque Dios quiere que a nuestra llegada a
la morada eterna nos sintamos acompañados hasta integrarnos en la inmensidad
celestial.
Fotografía: Internet
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