Un joven estaba paseando por la orilla del mar y a lo lejos vio a un anciano que estaba sentado en una de las villas del paseo absorto en sus pensamientos. Sus miradas se cruzaron un instante y al anciano empezaron a escapársele unas lágrimas. El muchacho quedó impresionado con aquella escena, pero no se atrevió a acercarse para preguntarle qué le pasaba y tan sólo lo saludó con la mano sonriéndole antes de continuar su camino.
Esa noche, los remordimientos de conciencia por no haberse parado un rato a charlar con el anciano no le dejaron dormir. Por eso, nada más despertarse decidió volver al lugar donde lo había visto el día antes. Cuando llegó, llamó a la puerta y un hombre salió a atenderle.
—¿Qué desea?—, le preguntó.
Y él le respondió:
—Busco al anciano que vive en esta casa.
Con cara de extrañeza el propietario de la casa le dijo:
—Mi padre murió ayer por la tarde.
—Yo vi cómo lloraba pero sólo lo saludé. Hoy querría haberle preguntado qué le pasaba—, le explicó.
—Ahora sé que es usted de quien hablaba en su diario —le contestó el hijo del anciano.
Y tras ir a por el diario, le mostró la última hoja que decía: «Hoy me regalaron una sonrisa y un saludo amable. Hoy es un día bello».
—Gracias joven, porque su gesto iluminó los últimos instantes de mi padre.
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