Cuando tienes claros los objetivos en la vida, nada ni nadie se puede interponer en tu camino. Cuando conoces al detalle la misión que tú mismo te has encomendado en la vida, es imposible que te sientas víctima de los ataques y ofensas de los demás. En tales casos, puedes incluso llegar a percibir que el peor daño no lo sufre quien lo recibe, sino el que lo infringe.
El ejemplo extremo de este principio fue el que dejó para la posteridad el gran sabio universal de todos los tiempos: Sócrates.
Víctima de la envidia y la confabulación de sus competidores, fue sometido a un proceso judicial por las ideas y valores que transmitía a sus discípulos. En lugar de renunciar a sus ideas o hacer uso de sus amistades e influencias, decidió mantenerse firme y someterse al proceso.
El mensaje que transmitió Sócrates en su discurso final ante el tribunal que lo juzgó fue éste:
—Sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo cual digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos. A mí, en verdad, ningún daño me han de hacer nadie, por mucho que quiera: que no creo que el malo pueda causar daño al hombre de bien. Tal vez lograrán que se me condene a muerte o al extrañamiento o a la pérdida de mis derechos de ciudadano, penas que Melito y otros consideran como grandes males, pero yo no; sino que para mí mucho peor mal es hacer lo que él, Melito, está haciendo ahora: intentar que se mate injustamente a un hombre.
Finalmente, Sócrates fue condenado a muerte y ejecutado. No hay datos objetivos, pero cabe pensar que murió feliz, sin sentirse víctima de sus enemigos y sabiendo que pasaría a la eterna posteridad…, algo que sus ofensores no consiguieron. Sabemos que la materia es endeble, pero recuerda que nadie te puede hacer daño porque el alma es inmortal.
Condenas injustas las hay a diario, porque la cobardía de los envidiosos es implacable…
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