Un sabio de la antigua Persia que era muy respetado se paseaba con sus jóvenes discípulos por un bello paraje. Iban todos absortos en la contemplación de la naturaleza y respirando el aire puro de la montaña, cuando uno de los muchachos interrumpió el silencio y dirigiéndose al sabio le preguntó:
—Maestro, ¿cómo podemos combatir nuestros propios defectos?
El hombre se paró, miró a todos sus discípulos y les hizo una señal para que se alejasen del sendero adentrándose en el bosque. Una vez allí, ordenó al que había formulado la pregunta que arrancara un arbusto. El chico se agachó, tiró suavemente y la raíz salió con facilidad del suelo. A continuación, el sabio le mostró un arbolillo algo más crecido y el muchacho pudo también sacarlo de la tierra sin ayuda. Cuando el sabio señaló otro árbol más grande el estudiante tuvo que pedir que otro alumno le echara una mano. Finalmente, le pidió que lo intentase con un árbol corpulento y ni ayudado por todos consiguieron arrancarlo. Los discípulos se miraron desilusionados y el sabio les explicó:
—Eso es lo que ocurre con nuestros defectos. Al principio, cuando están poco arraigados es fácil quitarlos, pero cuando crecen ya resulta imposible erradicarlos de nuestro corazón y marcarán nuestro carácter.
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