miércoles, 26 de octubre de 2016

El tiempo y los recuerdos

Un labrador en sus tierras al atardecer.


El tiempo pasa y quedan los recuerdos, ni siquiera el tiempo tiene el poder de borrar los recuerdos… Hace 50 años, tal día como hoy, 26 de octubre, sufrí un gran desgarro, la pérdida del primer eslabón de mi cadena genealógica. Una grave enfermedad tenía a mi abuelo paterno atrapado en su mecedora, pero aquella mañana quería ponerse los zapatos para dar una vuelta por la finca.

No hacía un mes que había visto por última vez a mi abuelo. La gran familia alquilamos un coche para visitarlo, aunque mi padre iba a verlo con asiduidad a pesar de la lejanía, unos 20 km., y como no había transporte público se desplazaba en su yegua blanca. Verlo sentado con la mirada perdida me llenó de tristeza. Aquel regazo en el que me dormía ya no le quedaba fuerzas para sostenerme, y tras la puerta lo observaba ahogada en lágrimas.

Aquella fatídica mañana, sobre las diez llegaron a mi casa con la triste noticia. Un nudo en la garganta me dejó sin palabras y sentí un gran desgarro en mi corazón. Mi madre me mandó a avisar a mi padre que se encontraba arando las tierras a unos cuatro km. Durante el recorrido no paré de correr y apenas podía ver el camino porque las lágrimas me lo impedía.

Cuando me acercaba vi a mi padre envuelto en bruma acompañado del hijo mayor. Con la voz desgarrada le gritaba: «¡Papá…papá!» Al oírme se percató de alguna mala noticia. Soltó el arado y vino a mi encuentro, sollozando apoyé mi cabeza en su pecho y le dije que el abuelo había muerto.

Dejó al hijo a cargo de recoger los aperos y los animales. Montamos en la yegua y salimos a toda prisa hacia la casa, donde mi madre le esperaba con todo listo para que se arreglara y salir a reunirse con su querida madre y sus hermanos en tan doloroso momento.

Mi abuelo nació terminando el siglo XIX y se casó en el año 1919, y coincidiendo en el tiempo que yo venía al mundo, mis abuelos paternos descendieron las montañas y se acercaron a la costa. Ellos formaron una gran familia con doce hijos, y como los dos mayores, mi padre y una hermana ya se habían casado, se mudaron con los otros diez. Cambiaron el paisaje cumbrero de pinares y retamas donde cultivaban papas y millo, por un paisaje de plataneras, y su nuevo hogar era una gran casona con patios llenos de plantas y árboles.

En esa época las bestias era el medio de desplazamiento y mi abuelo visitaba a sus hijos casados y a sus nietos con frecuencia, cargando con los productos de su finca, a la par que compraba quesos para venderlo en las tiendas, también se encargaba de llenar la despensa y abastecer a la gran familia de todo lo necesario.

¡Ay, abuelo, cuántos recuerdos! Desde que tengo memoria me veo muy unida a mi abuelo y a toda la familia paterna, también es verdad que he pasado más tiempo con ellos. En las relaciones del tipo que sea, existe un sexto sentido que nos hacen sentir atraídos por unas personas más que por otras y creo que con mi abuelo era recíproco, ya que siempre que nos visitaba yo siempre me acercaba para que me sentara en su regazo, y por eso desde chiquitita se empeñaba en llevarme con él, y yo iba encantada y lo pasaba muy bien con la atención de mi gran familia, sobre todo de mis tías que me mimaban y consentían mis travesuras.

Mi abuela se pasaba las mañanas en la cocina alrededor de grandes perolas, yo la acompañaba y conversábamos mientras las ollas humeaban y su rica comida era devorada gustosamente por la numerosa familia. Mi abuelo también tenía mucho trabajo en la finca y al llegar a la casa yo le salía al encuentro y si no, me buscaba preguntando: ¿Dónde está mi niña rubia? Claro, ya tenía nueve nietos morenos y la primera rubia fui yo.

La primera vez que me fui con mi abuelo tenía unos tres años y medio, y en mi casa ya éramos seis hermanos. Como es lógico, mi madre tenía mucho trabajo con una niña de meses, otro de dos años, yo de tres, otro de cuatro, otra de cinco y la mayor de seis, pero mi abuelo al ver a mi madre cansada le decía: «Hija, aunque estés cansada, no desees que los niños crezcan que cuando crezcan las penas serán mayores», y esa frase la tuvo siempre presente mi madre.

Sucedió, según me contó mi madre: un día que ella lavaba la ropa mientras los niños jugábamos en el patio, aunque las mayores quedaban al cuidado de los más pequeños ella estaba vigilante, y en una de las ocasiones que se acercó a ver qué hacíamos, yo salí corriendo a su encuentro, pero la que tenía cinco años me empujo para quitarme de en medio, cayendo mi cara en un bordillo de piedras y me dejó desfigurada; en la frente la herida más grande y los labios destrozados. Hoy tengo las cicatrices que aunque no me acuerde me lo recuerda. El llanto me dejó sin respiro, pero cuando mi madre ve mi cara llena de sangre se preocupó y mandó a la hija mayor a llamar a una tía que vivía debajo del camino, y entre las dos me limpiaron para ver bien las heridas. Mi boca se llevó la peor parte, la comisura derecha se rasgó y los labios rotos no paraban de sangrar y yo no paraba de llorar, con paciencia y cuidado trataron de recomponer el estropicio y calmarme, que no fue tarea fácil y tras el tormento, entre suspiros me quedé dormida.

Como es lógico en este caso, para evitar las molestias debía mantener la boca cerrada, no hablar ni reírme pero lo difícil era poder comer, por eso mi madre tenía que armarse de paciencia para darme alguna cucharadita de agua o de comida, porque abrir la boca me producía mucho dolor y sangrado, y para evitar la rigidez de la costra, varias veces al día me colocaba pañitos con manzanilla con el fin de suavizar, desinfectar y cicatrizar.

Una semana después mi abuelo vino de visita y al verme y ver que mi madre tenía tantos niños que atender y yo necesitaba tiempo para poder comer o beber algo —él lo comprobó al intentar darme agua—, le dijo a mi madre que me llevaba para su casa, y que la abuela y las tías se encargarían de cuidarme, ya que ella tenía bastante con el batallón de niños que necesitaban de su atención. Así fue, me preguntó si quería irme con él, le dije que sí… A los quince días mi padre fue a buscarme y mi abuelo le dijo que la niña se quedaba y que él ya me llevaría de vuelta a casa. Pasado más de un mes de mimos y cuidados volví sonriendo, cantando y comiendo, alegre era mi carácter y pronto me recuperé.

Muchas fueron las veces que hice el camino de casa de mis padres a casa de mis abuelos y a la inversa; desde la cumbre a la costa. Kilómetros de cuestas y pendientes al ritmo del meneo de la mula equipada de albarda y alforjas. Ratos sentada en el regazo y ratos él andaba llevando las riendas y pendiente de que no me cayera. Durante el trayecto había una parada obligada, una tienda para comprarme galletas y refresco, por cierto, las galletas eran tan grandes que con una me quedaba llena.

Tengo que reconocer que en casa de mis abuelos me tenían como una muñeca, mis tías llenaban mi pelo rubio de tirabuzones y me hacían preciosos vestidos que yo lucía orgullosa. Aunque lo mío era jugar, también colaboraba con mis tías en la traída del agua. Desde muy temprano se formaban largas colas en la fuente para llenar los cacharros, viaje va y viaje viene, acarreando agua hasta dejar llenos todos los depósitos para el abasto del día, y así todos los días, pero, solamente tenía asignada una tarea que cumplía con gusto; llevarle a media tarde a mi abuelo el buchito de café a la finca. Mi abuela lo preparaba en una cafeterita, yo cogía el asa y con mucho cuidado para no derramarlo, iba pendiente arriba hasta el alpende donde me esperaba, me sentaba en su regazo y sorbiendo aun caliente y contándome historias estábamos un largo rato, luego cortaba caña dulce y me daba. Decir que mi abuelo me llenaba de ternura y por las noches siempre me dormía en sus brazos y luego mis tías me llevaban a la cama…

Cuéntame un cuento, abuelo,
sentada yo en tus rodillas,
recostada sobre tu pecho
hasta quedarme dormida…

Las largas temporadas con mi familia paterna crearon lazos sólidos y fuertes, aunque los lazos no son un nudo seguro. Hoy, 50 años después, en mi memoria se agolpan los recuerdos y afloran las emociones y la añoranza de tantos hermosos momentos que he vivido y que nunca podré olvidar, esos recuerdos son los que dan sentido a mi vida y me recarga las fuerzas para seguir viviendo.

¡Qué hermosos recuerdos! No, no quiero renunciar a mis recuerdos, porque mis recuerdos es el único paraíso del que nadie podrá echarme. Los recuerdos es la vida que viví y la que me conforma y conforta. Sabemos que la vida es un viaje a lo desconocido y a medida que pasa el tiempo vamos descubriendo lo que nos toca vivir. Podremos tener más o menos dinero, pero nadie está libre de sufrir enfermedades ni el desgarro de ver morir a sus seres queridos. Lo que forma parte de la vida es inevitable, y aún con los momentos tristes merece la pena recordar.

Tal día como hoy se fue un poco de mí, pero los desgarros no han cesado y son tantos los cachitos que me faltan, que ya casi ni me encuentro…

Fotografía: hartanto, cc.

No hay comentarios :

Publicar un comentario