El mundo de los niños es un mundo donde reina la inocencia y la alegría. Es un mundo puro, por tanto, los niños son puros mientras que los mayores no los contamine. Maldito aquel que manche y envenene la inocencia angelical de un niño.
Digamos que hablo de un paraíso, un lugar entre montañas cerca del cielo. Un lugar bullicioso lleno de niños felices a pesar de la humildad de su gente. Los niños se adueñaban de los caminos y en el ambiente reinaban los juegos, las risas y los gritos que con el eco resonaban en el barranco y trepaban por las montañas.
Niñas y niños formaban un ejército y las escuelas del lugar daban buena cuenta de ello. Algunos nombres dieron mucho juego y en un tiempo coincidieron en conjugarlos con la ele y bailaron los nombres: Lalo, Lela, Leli, Lolo; Lelo, Lala, Loli, Lele, Lilo…
Decir que en el lugar reinaba la alegría y la familiaridad, siempre estaban dispuesto a ayudarse unos a otros. Por entonces todos eran conocidos por su apodo, pero a los mayores se les llamaba por su nombre en diminutivo como sinónimo de respeto; el Don sólo lo llevaba el maestro, el Señor Cura y alguien pudiente. Los niños sabían respetar porque se les educaba en el respeto. A los padres y a los mayores se les respetaba, no se les gritaba ni se les rechistaba ni se les trataba de tú. En las relaciones el respeto tiene un gran valor, la falta de respeto lleva a la perdición a la sociedad actual que llevados de egos y soberbia vive crispada y a la mínima saltan las chispas.
Decir que hasta bien avanzado el siglo pasado, las familias se caracterizaban por ser numerosas, a más hijos más penalidades, pero en parte también ayudaba a adquirir valores como el de la solidaridad, porque hay que aprender a compartir espacio y comida, y cuando se sabe compartir no hay egoísmo. Es bueno contribuir para que la lacre del egoísmo desaparezca, eso de que nada es mío y todo es de todos tiene mucho valor, el valor de sentirte dador y colaborador del bien común. Es verdad que entre muchos tocas a menos pero también valoras más las cosas.
En aquel idílico lugar la vida de los niños transcurría entre la escuela, alguna responsabilidad y los juegos. El domingo era el día de los niños y los juegos al aire libre copaban la jornada. El lugar contaba con seis escuelas, tres de niñas y tres de niños que se repartían por núcleos poblacionales. Las clases de lunes a viernes, por la mañana de nueve a doce horas y de dos a cuatro por la tarde. Los jueves por la tarde tocaba ir a catequesis a la Iglesia con el Señor Cura. La misa de los niños era los domingos a las once acompañados de los respectivos maestros, las niñas a la izquierda y los niños a la derecha.
Por todos los pueblos existen personajes característicos que son notorios por su forma de ser o por su manera de actuar, algunos debido a carencias intelectuales que hoy están muy bien definidas y tratadas adecuadamente, pero por entonces se catalogaban de «bobos» o «locos» por sus peculiaridades. Estos personajes llamaban la atención de los niños que divertidos les seguían observando todos sus movimientos.
Había un hombrecito que no quería ponerse zapatos y andaba descalzo y con pantalón corto aunque fuera invierno. Hacía un largo recorrido por caminos estrechos para llegar a la plaza del pueblo y se acercaba a los hombres a pedirles dinero, pero el pedía una moneda determinada, «el duro chico» así llamaba a la peseta, y no le hacía gracia que le engañaran con otra moneda, todo a cambio de hacerles sonar la trompetilla con la boca cerrada.
También había otro hombre que iba por los caminos hablando solo, de pronto se paraba y dando gritos comenzaba a predicar, como no era agresivo los niños a veces seguían tras sus pasos armando algarabías. Ahora que con el personaje que más se metían los niños era con una mujer mayor que llevaba bastón y era una cascarrabias, la hacían rabiar para escuchar las barbaridades de palabrotas y maldiciones que profería a «grito pelao». La chiquillería al verla gritaban, «pum, pum, pinta pum» y se escondían esperando escuchar sus lindezas. Con el «pum» bastaba y sobraba para que se pusiera como un energúmeno golpeando las piedras con el batón y maldiciendo a los chiquillos y a sus padres.
Pero por desgracia también había un maldito ser repugnante que tenía una tienda y abusaba de las niñas. Las niñas no eran advertidas de lo que suponía la actitud indecente de ese inmoral que se tocaba tras el mostrador y era capaz de salir a exhibirse frente a los niños que se arremolinaban por los alrededores y la chiquillería se reía. Se sabía que ofrecía galletas a las niñas por tocarle y que eso era pecado, pero la consciencia de lo que supone y significa esa maldita acción lo descubres con el tiempo y te indigna que no se hiciera nada por echar a aquel monstruo del lugar. No hay derecho a que un maldito viole la pureza de un ser indefenso, desgarrando su cuerpo y su estima que quedarán marcadas por siempre, y arrastrarán de por vida secuelas de esa mala experiencia. Éstos actos no pueden quedar impunes, a los depravados hay que castigarlos severamente. Mi mayor desprecio para esos malditos miserables que han osado robar la inocencia a un niño. Todo mal bicho que manche la inocencia de un niño no tiene perdón de Dios.
En aquel pueblo alegre y bullicioso con el tiempo se fueron apagando las voces de los niños, porque unos crecían y otros se marcharon buscando mejor porvenir, y en el pueblo solo se quedan los mayores que no pueden vivir lejos de sus raíces, y el pueblo está en silencio y hasta los pájaros dejan de cantar porque ya no hay quienes les escuche, y el eco se ha dormido en el fondo del barranco porque ya no hay voces que bajen a despertarle, solo se escucha el soplo del viento mientras va borrando las huellas de los caminos que se están quedando sordos y los recuerdos se escapan por el horizonte.
Si como dice Johann Wolfgang: «La vejez no nos vuelve infantiles como dicen, sino que nos encuentra todavía cual verdaderos niños». Si es así, puede ser que en el pueblo que ahora está en silencio, se vuelvan a encontrar en la vejez todos aquellos niños que llenaron de gritos el lugar, y el eco que dormita en el silencio del barranco se despertará y la vida volverá a latir en el mundo de los niños.
Fotografía: Josh Pesavento, cc.
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