El rey tenía un capricho, comer pescado y en las cocinas de palacio no había ni un diminuto boquerón. Rápidamente hicieron correr la voz entre los súbditos y en unos minutos se presentó un pescador con un apetitoso salmón pescado esa misma mañana en las cristalinas aguas del río. Cuando entró por la puerta de palacio el portero le dijo:
—Te dejaré pasar, pero me entregarás la mitad de lo que te den.
El pescador llevó el encargo al jefe de cocina y el plato que cocinaron quedó tan sabroso que el rey quiso recompensar personalmente al hombre que le había traído aquella exquisitez. Pero cuando le preguntó por el precio, quedó sorprendido:
—Diez latigazos en la espalda desnuda —pidió el pescador.
No sin antes hacerlo desistir de esa incomprensible idea, el monarca ordenó que, ya que eso deseaba, lo azotaran. Sin embargo, cuando ya había recibido cinco latigazos el pescador gritó:
—¡Detente!, la mitad de las ganancias son para mi socio en este negocio, el portero.
El rey lo entendió todo en ese momento. Así que, después de haber entregado una buena recompensa al pescador, ordenó llamar al portero y tras los cinco latigazos, lo despidió. Ese fue el merecido castigo por su codicia.
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