Se cuenta que un profeta, acompañado de todos sus discípulos, llegó a una ciudad para difundir sus doctrinas y hacer a sus habitantes un poco más sabios. A los pocos días de abrir las puertas de la escuela en la que se habían instalado, se les unió un estudiante que dijo:
—Señor, en esta ciudad reina la frivolidad, a nadie le interesa aprender. Si pretendéis inculcar alguna idea en sus corazones, vais a tener un duro trabajo.
El maestro, que lo estaba escuchando atentamente, le contestó:
—Tienes razón.
Ese mismo día llamó a la puerta de esta comunidad otro muchacho que, con una amplia sonrisa, se dirigió al profeta con estas palabras:
—Señor, habéis llegado a la ciudad ideal para acogeros. Aquí la gente hierve de deseos por conocer la doctrina verdadera.
El maestro sonrió complacido y, de nuevo, comentó:
—Tienes razón.
Uno de los discípulos, contrariado, le dijo al profeta:
—¿Por qué les contestas siempre lo mismo? No puede ser que ambos tengan razón.
A lo que el sabio respondió:
—Cada hombre ve el mundo de una manera distinta. Unos sólo reparan en lo malo y otros, en lo bueno. ¿Piensas que se equivocan? No creas que me han engañado, sólo me han dicho una verdad incompleta.
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