"El cielo es de quien sabe volar, el mar de quien sabe nadar y navegar": Simone de Beauvoir.
En el cristianismo, el cielo es el lugar donde habita Dios, los
ángeles y las almas humanas no condenadas al infierno. Esto quiere decir que,
tras la muerte, las personas que vivieron de acuerdo a los mandatos de Dios van
al cielo.
También se dice que el cielo es de quien sabe volar, y si los pies te fallan, recuerda que tienes alas. No es tan importante donde estás sino lo que puedes hacer allá donde te encuentres. Olvidamos constantemente que no es tanto lo que nos pasa, sino lo que hacemos con lo que nos pasa. Los demás no pueden tener el poder de decidir quién quieres ser tú, eso solo te corresponde a ti. Las cosas no se dicen, se hacen, porque al hacerlas se dicen solas.
Como bien decía Bachelard: “En cuanto un sentimiento se eleva
en el corazón humano, la imaginación evoca el cielo y el pájaro que lo surca. Si los pájaros
son el pretexto del gran vuelo de nuestra imaginación, no es a causa de sus
brillantes colores. Lo que, primitivamente, es bello en el pájaro, es el vuelo.
Para la imaginación dinámica el vuelo es una belleza primera, el vuelo evoca la libertad de las emociones. La
belleza del plumaje, solo se percibe cuando el pájaro se posa en tierra, y cuando se posa, para el ensueño ya no es un pájaro... Se confunde a menudo los procesos de la imaginación
con los de la conceptualización, porque se contaminan la imagen fundamental del vuelo con
el concepto de pájaro. No se dan cuenta de que, para un soñador en el reino de
la imaginación, el vuelo borra al pájaro. El realismo del vuelo hace pasar
a segundo lugar, la realidad del pájaro”.
Pues bien, eso es, exactamente, lo que sucede en algún sueño, donde puede que no haya aves, sino vuelo: un vuelo sin imágenes formales, un vuelo simbólico dirigido simultáneamente hacia la altura y hacia la luz. Se trata, pues, de un vuelo liberador del espíritu: “entramos en el tema profundo de la contemplación de la mística poética del vuelo, el vuelo es como símbolo dinámico, ascensional y místico que asciende a las alturas hacia la luz solar como metáfora del amor”. (San Juan, Santa Teresa).
En la poesía mística el vuelo, evidentemente, es otra cosa.
Su verdadero alcance no está ya en las variantes de las versiones profanas,
sino que debe ser entendido a la luz de la teología mística y de la filosofía
renacentista. El itinerario del alma hacia Dios en un vuelo de altura, de
trascendencia, de transformación divinizadora, es decir, toda una guía práctica
para “dejar volar al alma a la libertad y descanso de la dulce contemplación
y unión”, la cual el alma, “alcanzando la libertad dichosa y deseada de todos,
salió de lo bajo a lo alto, de terrestre se hizo celestial, y de humana,
divina, viniendo a tener su conversación en los cielos”.
Se habla, en efecto, de un vuelo de altura en el que quien
vuela se pierde de vista y queda a la par deslumbrado y ciego, desciende y
vuelve a subir, abatido y renovado. Un vuelo semejante al del águila, que debe
renovar su vista y sus alas en la contemplación solar, y descender de las
alturas hacia el agua para tomar fuerzas, renovar sus plumas y ascender de
nuevo en un renacimiento hacia la luz. A propósito de esta similitud, Aurora
Egido cree que “San Juan elude el nombre de un símbolo visible que hace honor a
una realidad invisible; el águila. Su especial fuerza para el
vuelo de altura y el desafío de la luz la convierten en inconfundible reclamo
de los versos de San Juan”.
La sabiduría alcanzada, como la misma unión amorosa, es intraducible, y por eso la mística termina en el silencio, cual corresponde a una actitud de contemplación, porque lo que Dios obra en el alma a este tiempo no lo alcanza el sentido, porque es en silencio; que, como dice el Sabio, las palabras de la sabiduría óyeme en silencio.
El cielo es de quien sabe volar y sabe amar. Claramente podemos entender el alcance y el sentido
de la mística: se trata de una experiencia íntima, contemplativa. Por tanto, es el
vuelo de las potencias trascendidas en virtudes que llevan a la más pura
contemplación de la divinidad. Las virtudes crecen y operan juntas, de manera
que “donde está una están todas” y son “el medio y disposición para la unión
del alma con Dios”.
Los estudiosos de la mística de Juan de la Cruz, a semejanza
de San Agustín, éste convierte la memoria en una potencia del espíritu y la
pone en relación con la esperanza, pero en un proceso distinto: Si San Agustín a fuerza de recordar halló lo que esperaba, porque descubre que el objeto de su
esperanza yacía en el fondo mismo de su memoria... Por otra parte, San Juan de la Cruz a fuerza
de aniquilar sus recuerdos encontró que la esperanza es capaz de dar vida nueva
a su memoria, transformándola de 'memoria de sí' en 'memoria de Dios'. “La
esperanza vacía aparta la memoria de toda la posesión de criatura, y así
aparta la memoria de lo que se puede poseer y lo pone en lo que espera. Por
esto la esperanza de Dios sola dispone la memoria puramente para unirla con
Dios”.
Dios es origen y meta de todo amor, y de ahí su condición. “De
Dios no se alcanza nada si no es por amor”. Levantemos el vuelo, no el vuelo de pájaro, sino el vuelo purificador
de la fe, la fe del amor que impulsa el atrevido salto. Saltar es atravesar el
vacío e ir allí donde el camino excede todo conocimiento, que podemos no comprender, pero que produce un entendimiento que prende (en el doble sentido de
apresar y de encender, al modo de la llama) para ir directamente al centro del
misterio.
“Grande es el poder y la porfía del amor, pues al mismo Dios
prende y liga. ¡Dichosa el alma que ama, pues tiene a Dios por prisionero,
rendido a todo lo que ella quisiere! Porque tiene tal condición, que sí le
llevan por amor y por bien, le harán hacer cuanto quisieren; obrar por amor es actuar de manera desinteresada, con bondad y buscando el bienestar de los demás”.
Fotografía: Internet

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