La impostura: El diccionario de la Real Academia de la Lengua da dos definiciones distintas a la palabra impostura. La primera es la de imputación falsa y maliciosa. La segunda es la de fingimiento o engaño con apariencia de verdad.
La impostura moderna es un término que se utiliza para
describir a personas que pretenden ser expertos o autoridades en un tema en
particular, a pesar de que no tienen el conocimiento o la experiencia
necesarios para respaldar sus afirmaciones. La impostura moderna también puede
referirse a la falsificación, manipulación o tergiversación de información con
el fin de engañar a otros y presentarse como alguien que sabe más de lo que
realmente sabe.
Impostura y fanatismo: crisis de la modernidad. Decía Pedro López Arriba Licenciado en Derecho y filosofía, “que uno de los síntomas de la quiebra actual de la “Modernidad” renacentista e ilustrada, está en la falsificación de los principios y valores que la misma encarnó”. Quienes se postulan como sus más intransigentes defensores, los traicionan de continuo con descaro y desparpajo, inasequibles a los desastres que provocan. Quizá todo consista en dominar el arte de “cabalgar contradicciones”. Por tomar un ejemplo de cierta actualidad, se constata como, con desaforado voluntarismo, los hegemónicos progresistas “woke” actuales, que se han adueñado de casi toda la izquierda, están seguros de que repitiendo la expresión “cultura de la violación”, creyendo mucho en ella y difundiéndola en masa por los medios de comunicación, se conseguirá imponer como una realidad (¡!). Al final, logran que no sea fácil distinguir la falsedad de la realidad.
Advierte Pedro Arriba que las imposturas se abren camino en nuestro tiempo y, entre
ellas deben denunciarse las más peligrosas, las de los nuevos fanatismos. La
historiografía ha sido injusta con los malvados consagrados tradicionalmente
por la historia, como Calígula o Nerón, el Mariscal de Montmorency o la Condesa
Báthory. Pero estos malvados “oficiales” no pasan de degenerados que se
divertían con las masacres y excesos más perversos. Mas no fueron ellos los inventores
de los conceptos de “pureza” y “ortodoxia”. Los verdaderos criminales de la
historia han sido siempre, y lo son hoy, los creadores de “purezas” y
“ortodoxias”, sean estas religiosas, políticas o, en los tiempos más recientes,
ideológicas. Los peores malvados han sido siempre los creadores de la
distinción radical y excluyente entre “fieles” a salvar e “infieles” a
exterminar.
A diferencia de los “puros”, los espíritus dubitativos y
escépticos, especialmente los que lo son por prudencia, nunca han resultado muy
peligrosos para el mundo, ni para los demás. El mal reside en la pasión
voluntarista de quienes se extravían en megalomanías prometeicas y redentoras.
Delirios de quienes se alzan fieramente, henchidos de “altos” y “nobles”
ideales, dispuestos a imponer a toda costa sus convicciones y creencias. Ellos,
los fanáticos, son los que llevan a las sociedades por los peores caminos de
perdición en la historia. Entre estos personajes proliferan y abundan las
certezas más absolutas, que aspiran a imponer para tratar de construir
“paraísos en la tierra” que, inevitablemente, siempre han devenido en infiernos.
Generalmente se tiende a desconfiar de los “hábiles y
astutos”, de los “vividores” o de los “licenciosos”. Y, sin embargo, a ninguno
de ellos se le puede reprochar ninguna de las grandes convulsiones
catastróficas de la historia. Vividores y licenciosos carecen de principios, no
suelen creer en casi nada y no hurgan para remover los sentimientos o los
motivos ocultos de cada uno. Como enseñaba la vieja Fábula de las Abejas, de
Mandeville (1670-1733), los vicios privados suelen redundar en beneficio de las
virtudes públicas o, al menos, no suelen perturbarlas. Pero los puros, los de
pureza acrisolada… ¡nada hay peor que el despotismo con principios!, sea el de
los fanáticos que torturan a los pueblos, sea el de los “idealistas” que los
arruinan.
Cuando las ideas se transforman en “dios”, sus consecuencias
suelen ser deletéreas, además de incalculables. Sólo se extermina en nombre de
los dioses o de sus imitaciones: los excesos cometidos por la diosa Razón, o
por las ideas de nación, de clase o de raza son de la misma naturaleza que los
excesos de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII. No existe
intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo, que no revelen la
determinación y la brutalidad del fanático. El exceso está en la base de todas
las tragedias que han provocado los fanáticos, con sus doctrinas y sus
sangrientas farsas, desde la dictadura jacobina en la Francia de la Revolución,
en 1793 (leer Crisis de la modernidad: mito y realidad de las revoluciones),
hasta los totalitarismos más actuales, como los religiosos musulmanes, o los
ateos del viejo comunismo renovado (China, Cuba, Venezuela, etc.).
La impostura de nuestro tiempo se aprecia bien en la
creciente ola de “victimización” de grupos y colectivos diversos y arbitrariamente
seleccionados. Los “victimizados” (no confundir con víctimas reales) exigen que
se renuncie a derechos básicos -como la libertad de expresión, por ejemplo-
para dar cumplida satisfacción por los agravios, reales o presuntos, infligidos
desde antaño a esas “víctimas”: a nadie se puede responsabilizar, pero todos
devienen culpables. Se pretende una asunción social de responsabilidades
colectivas que se refieren a veces, incluso, a remotos pasados de la humanidad,
desconocidos para la inmensa mayoría.
España, y todo su entorno, vive actualmente en la permanente
proliferación de airadas quejas, surgidas de un infantilismo, tan cargante y
fastidioso, como extendido. El objetivo declarado sería crear un “Estado
Moral”, sea eso lo que sea, fundado no en la igualdad ciudadana, sino en
diferentes tipos de ajustes de cuentas. Una vez ganada la condición de
“víctima”, se gana plena legitimidad moral para actuar y legislar, crear
privilegios o prohibir. La victimización generalizada puede convertir en
“sufridores” incluso a malvados agresivos. Esto, en democracia, es peligroso y
causa daños evidentes: trastoca la moral, pervierte la democracia y la
justicia, limita la libre expresión, y busca excluir a los otros para tomar el
poder. Un auténtico “asalto a la razón” cometido para dominar las mentalidades
y, así, alcanzar poderes totales y absolutos, para someter a los pueblos.
Quizá sea ésta la más significativa impostura moral del
presente: el victimismo. Sea el de las feministas radicalizadas al uso, o el de
los LGTBI+, siempre colmados de agravios a reparar, o el de los comunistas
irredentos, o de los ecologistas de salvación del planeta, o de los salvadores
de Euskadi y Cataluña, tanto da. Víctimas imaginarias, pero siempre muy airadas
y dispuestas a perseguir cualquier objeción o cuestionamiento. La impostura es
un valor social. Cada día se ve en los medios de comunicación a alguien (un
político, un periodista, una estrella o aspirante, o un cualquiera) que
denuncia lo muy “víctima” que es y critica desde ese victimismo a los demás.
Ejercicio exhibicionista para el que valen todos los trucos: mostrar las
preferencias alimenticias, nobles causas, mascotas, banderas, y hasta
vandalizar obras de arte, si se tercia.
Casi todo ha devenido a impostura, pues no se trata más que del
uso de máscaras para esconder otros propósitos. Máscaras que ocultan sin duda
maldad, pero también muchas veces la ignorancia y la incompetencia de los
enmascarados. Y siempre se usan con la intención de engañar y seducir. Máscaras
desechables e intercambiables, que se utilizan por ser consideradas en el
momento de su uso como las más “morales” y “presentables”, en el baile de
máscaras al que asiste atónita la sociedad actual. Máscaras manejadas por
fanáticos.
La impostura moral define nuestra época. No pasa un segundo
sin que veamos en nuestras pantallas a alguien (un político, un periodista, un
influencer, un ser anónimo) exhibiendo sus cualidades personales o criticando
las de otros. La máscara moral se ha convertido en un valor de mercado, han
esterilizado nuestra cultura y han trastocado la función evolutiva de la moral.
Dan discursos de moralidad, cuando ya a nadie le sorprende que un corrupto siga
de autoridad; que delincuentes con sentencia sean jueces; que la policía
defienda a los avasalladores, etc. Los inmorales quieren dar normas de ética
con decretos anticorrupción y mostrarse como modelos de “buena conducta”.
La impostura del éxito
mediocre que, a título de superar la discriminación, propone dar cabida a
todos, sin importar los antecedentes. Ya no hacen falta estudios, méritos y/o
experiencias (“…da lo mismo un burro que un gran profesor…”) y se quiere
imponer la igualdad hacia lo mediocre. Una mediocridad que proviene de nuestro
triste sistema educativo que nos pone entre los países con un sistema educativo
pésimo, y por medio de la violencia y la mentira quieren colar un régimen
totalitario, intolerante, discriminatorio, la ley del más fuerte, la doble
moral, etc.; todas ellas antípodas de un proyecto democrático, justo, libre y
equitativo.
Podrán seguir en esto, ocultando su debilidad con imposturas
de fanfarrón, una fina membrana que oculta en el monstruo, la verdadera naturaleza
del mal, con la que vienen inoculando a la sociedad para luego adormecerla. Las
imposturas son eso, poses con pies de barro que, poco a poco, irán cediendo a
la acción (praxis) valiente y sostenida de una sociedad guiada por el
patriotismo, el pensamiento crítico y la inmensa convicción de libertad que
convoca a avanzar hacia mejores condiciones económicas y sociales de vida. Pero la realidad oculta es devastadora...
Fotografía: Internet
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