“Si no puedes hacer el bien, por lo menos no hagas daño”. Hipócrates.
No te hará daño quién quiere dañarte, siempre y cuando, tú puedas ignorar al dañino… En ocasiones no es suficiente con la voluntad, sino que se debe contar con los medios suficientes, como sucede cuando se pretende hacer daño a alguien. Somos libres de escoger cómo reaccionar ante una ofensa, quien ofende pretende contagiar nuestros corazones con sus propios sentimientos negativos.
No dejes que tu corazón se contamine, eres libre de elegir qué sentimiento albergarás en él, eres dueño o esclavo de tus propios sentimientos. No olvides que quién de verdad te quiere, nunca te hará daño.
“No ofende quien quiere sino quien puede”: Se puede interpretar, que aunque alguien haga o diga algo para dañarte, si tú lo ignoras, no te hará daño. Todos hemos oído alguna vez aquello de “me has hecho daño”, o “tal persona me ha hecho mucho daño”. Pero parece ser, que al hacer estos comentarios, le estamos confiriendo a las personas que nos rodean la 'capacidad' de hacernos daño y provocar en nosotros el consecuente sufrimiento. En este punto, la psicología hace varias diferenciaciones, y empieza por diferenciar el dolor que sentimos cuando algo nos molesta o daña, de la capacidad que conferimos a lo externo para provocar el sufrimiento que padecemos. Cuando algo nos duele, no nos damos cuenta de que el dolor es nuestro, nadie nos lo ha provocado ni tiene tal capacidad.
Cuando algo nos duele es debido al grado de amor que hemos puesto en las personas y situaciones, y cuando ese amor se ha truncado en algún punto del camino, consecuentemente nos duele porque la situación resultante no la esperábamos y nos hace infelices, y el dolor que sentimos es directamente proporcional al amor que en algún momento hemos sentido por esa persona. El dolor es un sentimiento o una sensación desgarradora que cuesta admitir y asumir, y atravesar por la dureza que acompaña tal sentimiento, acarrea un sufrimiento insufrible. Por tanto, pudiéramos pensar, que el dolor está relacionado con lo que nosotros mismos 'sentimos', a pesar de la intención, capacidad o habilidad que tengan la persona malintencionada para 'provocarlo'.
Aunque todas las personas nos movemos entre el bien y el mal, no todas se sienten con el poder de hacer el mal, el mal nace de un corazón envidioso y rencoroso, y ese tipo de persona no es un buen compañero de viaje, aunque sea un hermano. En las personas se da esa particular atracción empática, que hace que conectes en esa sintonía de gente buena o de gente mala, por tanto, cuando sintonizas en la onda del bien, todo será para bien; pero si la sintonía es con la onda del mal, ahí todos unen fuerzas con el mal. Y si uno del grupo tiene una fijación con alguien (aunque sea un hermano) nadie será capaz de ver ninguna acción inapropiada, aunque sea errónea e injusta, porque todos se alinean con el que está obsesionado y apuesta por colaborar sin sopesar las consecuencias, solo importa estar por el mismo proyecto como prueba de fidelidad, y esa disponibilidad consolida al grupo. ¿Alguien se puede imaginar que un grupo de ocho hermanos se una para perjudicar a uno de sus hermanos? Aunque sea difícil imaginarlo, sí los hay. En esos grupos de hermanos no hay amor, hay rencor y mala conciencia. Ya se pueden imaginar el dolor para esos padres que con sus enseñanzas transmitieron valores de amor y respeto a sus hijos.
Está claro, que alguien que valora las verdaderas y sinceras relaciones, nunca espera la traición de los suyos, es por eso, que dado el sentimiento que nosotros hayamos depositado sobre esas personas, hay como más susceptibilidad de causar en nosotros dolor o sufrimiento. ¿Por qué? Porque los sentimientos que tenemos hacia esa persona se han visto heridos, pero el sentimiento es mío, la decepción es mía, el dolor es mío. Me afecta porque lo percibido del exterior se manifiesta en las emociones de mi interior. Con lo cual la responsabilidad de que yo este sufriendo por el dolor de una decepción, sea cual sea, no está relacionada con la intención de otra persona para que esto sea así (que también), sino que es nuestra responsabilidad el aceptar nuestros sentimientos, pero está en mis manos el ser fuerte y trabajar esa situación y ver cómo gestionarla para dejar de sentir dolor… Ese dolor que viene dado por una mala actitud hacia mí, tengo que verlo como algo ajeno para que no me afecte. Aceptar e ignorar.
“La gente herida, hiere gente. La gente curada, cura gente. La gente amada, ama gente. Personas amargadas, amargan gente. Rodéate de aquellas que te permitan vivir en paz” .
Yo pensaba que quién actúa con la intención de hacer daño, lo hace, pero descubro que me hará daño en la medida que yo lo quiera, pues si yo tengo la responsabilidad de lo que me afecta o no, voy a elegir ignorar a esa persona insana que no me conviene. En muchas ocasiones, la elección equivocada, la omisión de actitud, o el no apartarnos a tiempo de algunas personas, puede estar en la base del surgimiento de una situación que termina provocando dolor, con lo cual, 'el poder' y la capacidad para provocar o evitar dolor es nuestra, no del otro, aunque es el otro el que ha actuado para hacer que me sienta mal. Por tanto, si tenemos el poder de decidir cuándo queremos dejar de sufrir por la situación que sea, dándonos cuenta de que alguien actúa con maldad, hagamos un esfuerzo para pasar con indiferencia frente a las personas malignas, esa actitud nos ayuda a recuperar la confianza, para amarnos y hacer lo que consideremos necesario para estar en paz con nosotros mismos, y consecuentemente, con los demás. El responsable de que suframos nunca es otra persona, en todo caso, esa persona será una 'circunstancia' involucrada en nuestra situación, y desde luego, tiene también su grado de responsabilidad, pero solo en cuanto a su conciencia, a lo que ella siente, piensa o actúa, pero nunca en cuanto a lo que nosotros pensamos, sentimos o actuamos.
Y pudiera ser, que el valor de la circunstancia esté entre la ofensa y el desprecio. No ofende quien quiere, sino quien puede. Dicho así, desligado del contexto donde se haya pronunciado, la frase tiene la fuerza de las verdades apodícticas. Aparentemente no admite discusión alguna el hecho de que no todo el mundo tiene poder para lastimar al otro con insultos o injurias; y también queda fuera de toda duda que el efecto de estas puede quedar notablemente mitigado si el destinatario adopta ante ellas una postura indiferente. Pero eso es así solo en la teoría. En la práctica sucede más bien lo contrario: que hasta el más insignificante de los mortales es capaz de causar daño moral a otros, y que, por muy blindado que uno pueda estar frente a las ofensas, estas acaban atravesándonos como el cuchillo que entra en la mantequilla, pero, también sucede, que el que actúa con maldad, más tarde o más temprana la maldad le pagará con la misma moneda.
La susceptibilidad humana no conoce límites. Ante ciertas
cosas todos tenemos la piel fina. No es muy creíble que uno pueda regular a su
antojo el efecto de los ataques ajenos, si tenemos en cuenta que a veces nos
hacen mella incluso actos que ni van dirigidos personalmente a nosotros. Dada esta fragilidad natural nuestra, lo que habría que admitir es justamente
lo contrario: que, queriéndolo o no, la posibilidad de causar ofensas está al
alcance de cualquiera. Así las cosas, no queda sino el consuelo del
contraataque, o mejor ignorar. Admitido que efectivamente sí nos han ofendido, podemos
retirarnos maltrechos a esperar que sanen las heridas o, por el contrario,
entrar al trapo dejando que el orgullo nos consuele con la satisfacción de devolver
el golpe.
Es esta segunda vía la que emprende el dicho “no ofende quien quiere, sino quien puede”. Porque, aunque la lógica debiera interpretarlo como la suma de dos negaciones simultáneas (“no me haces daño”, “no me siento ofendido por ti”, por un lado, y por otro “no tienes capacidad de ofenderme”), la pragmática acierta al darle un único significado, el del mensaje de menosprecio hacia el causante de la ofensa. La negación del daño es retórica y no tiene otra finalidad que dar impulso al embate que le sucede. El vasto arsenal de la paremiología nos brinda otra sentencia que describe esa intención: “no hay mejor desprecio que no hacer aprecio”. Llegados a este punto puede decirse que ya ha cambiado el signo del juego. Con daño o sin él, agraviado o convaleciente, el inicialmente ofendido se ha hecho con el control de la jugada y es ahora él quien arremete contra el rival. No le pide cuentas ni le exige reparación alguna puesto que eso contradiría la aserción de que no ha habido ofensa; pero sí lo humilla, lo rebaja, lo reduce al considerarlo carente de atributos, cualidades o méritos suficientes como para hacer daño con su embestida. No eres nadie, le viene a decir, y en cambio yo estoy muy por encima de tu estatura desde el momento en que me muestro indemne, es decir, indiferente.
Definía Rivarol el “desprecio” como el más misterioso de los sentimientos humanos. Montaigne, por su parte, advirtió: “No hay réplica más punzante que el desprecio silencioso”. Al despreciar al otro disimulamos el efecto de su golpe, le advertimos de que ha errado en su disparo, pero sobre todo le venimos a decir que es inferior a nosotros. Pertenece a la miserable clase de los que 'no pueden' hacer daño bien porque están a una inmensa distancia de nosotros, bien porque por sí solos padecen de impotencia. Quiere esto decir que lo excluimos al considerarlo no solo incapaz de afectarnos lo más mínimo, sino merecedor del vacío más absoluto. En términos argumentativos este planteamiento de las relaciones a las que da lugar el juego de ofensas y desprecios parte de la misma base que la conocida “falacia ad hominem”. Al igual que esta, el que ignora la ofensa lo hace amparándose en el juicio negativo sobre el ofensor. Agamenón puede ofendernos, pero no así su porquero. Del mismo modo que las críticas y las acusaciones quedan desactivadas en cuanto es puesta en duda la integridad del acusador, el ultraje deja de serlo cuando a quien lo inflige se le niega la entidad suficiente para hacerlo.
Pero ¿de qué entidad hablamos? De la moral, de la intelectual, de la inherente a cualquier ser humano por el hecho de serlo. No es un distingo que tenga el menor interés, más bien al contrario, la eficacia de respuestas como “no ofende quien quiere, sino quien puede” reside en su capciosa ambigüedad. No puedes ofenderme, le decimos, porque eres una suma de carencias y discapacidades, un manojo de déficits de toda clase, pero sobre todo de uno en particular: el que te adjudica mi desprecio, pues has de saber que han cambiado las tornas y tu intento de ofenderme ha resultado vencido por mi deseo de dejarte a la altura del barro. Y es que el desprecio, como dijo Gracián, es la forma más sutil de la venganza.
Fotografía: Internet
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