«Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la
gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo
que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir
entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado de poder pensar y juzgar,
está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira.
Con gente así, puedes hacer lo que quieras». Hannah Arendt. Historiadora y filósofa alemana,
desarrolló el concepto de «la banalidad del mal».
Hannah Arendt, una voz que sigue resonando con fuerza. Nacida
en Hannover (Alemania) en 1906, Hannah Arendt, hija de comerciantes judíos
acomodados y secularizados, fue capaz de pensar su época examinándola con
entera libertad, sin renunciar a un insobornable espíritu crítico. A pesar de
tener que exilarse por el ascenso del nacionalsocialismo, se convirtió en una
de las teóricas políticas más relevantes del siglo XX.
Su biografía, tan procelosa como apasionada, nos permite saber que en 1924 inició los estudios universitarios en Marburgo donde conoció a Martin Heidegger, con el que mantuvo una estrecha relación. Después siguió estudiando filosofía en Friburgo, y obtuvo el doctorado en Heidelberg en 1928 con la tesis El concepto del amor en San Agustín. Sin embargo, la persecución de los judíos impulsada por Adolf Hitler a partir de 1933, nada más llegar al poder, la obligó a trasladarse a París, donde trabajó activamente para ayudar a jóvenes judíos que aspiraban emigrar a Palestina. Cuatro años después, el régimen nazi le retiró la nacionalidad y vivió como apátrida hasta que obtuvo la nacionalidad estadounidense en 1951, gracias a la cual pudo desarrollar una intensa actividad profesional.
Además de ejercer como periodista sobre temas políticos y
sociales en diversos medios de comunicación, Arendt fue profesora en las
universidades de Nueva York, Chicago, Columbia y Berkeley. En 1959 se convirtió
en la primera mujer que impartió docencia en la Universidad de Princeton. En
todo momento defendió públicamente que «no hay
pensamientos peligrosos. Pensar, en sí mismo, es peligroso».
Su condición de testigo de una época histórica, caracterizada por la violencia de las dos guerras mundiales durante la primera mitad del siglo XX, motivó que Arendt fuera muy consciente de la fragilidad de los derechos y de la vulnerabilidad a la que se veían sometidos permanentemente los ciudadanos. «Los enemigos de la libertad cambian, pero no desaparecen, insistía una y otra vez». De ahí su determinación y compromiso intelectual con su tiempo, defendiendo «el derecho a tener derechos».
En 1951 publicó ‘Los orígenes del totalitarismo’, un estudio
exhaustivo en el que exponía tanto la génesis como el desarrollo histórico del
antisemitismo, el imperialismo y los totalitarismos. A través de sus páginas
evidenciaba la estrategia y argucias que habían seguido entonces los líderes de
masas para conseguir la adhesión de acólitos con el fin de convertirlos en
súbditos pasivos y silentes.
Una estrategia nada distinta, por otra parte, de la que practican ahora numerosos dirigentes políticos populistas, que tratan de seducir a los votantes con estratagemas y falsedades continuas. Como precisaba la pensadora alemana, antes de acceder al poder para «encajar la realidad en sus mentiras, su propaganda se halla caracterizada por su extremado desprecio por los hechos como tales».
A pesar de haber transcurrido casi medio siglo desde su muerte, la voz de Arendt sigue resonando con fuerza. De hecho, la mayor parte de los grandes temas objeto de estudio por parte del pensamiento político de nuestra época están presentes en la obra de Arendt. Entre ellos cabe mencionar las propuestas que planteaba en 'Verdad y mentira en la política' con el fin de evitar que los ciudadanos se vieran reducidos tan solo a la condición de empleados y consumidores, al tiempo que una especie de apatía moral se extendiera cada vez más entre la población.
De hecho, a pesar de recibir con el paso del tiempo diversos
premios y homenajes por el rigor y profundidad de sus obras de teoría política,
tanto en varios países europeos como en Estados Unidos, fue consciente de que
«nada es más transitorio en nuestro mundo, menos estable y sólido, que esa
clase de éxito que trae consigo fama; nada acontece más deprisa y más
rápidamente que el éxito».
Una muestra elocuente de su lucidez quedó reflejada en uno de
sus últimos diarios, donde la pensadora alemana escribió: «La muerte es el
precio que pagamos por la vida que hemos vivido. Es de miserables no querer
pagar ese precio».
Hay que reconocer que las oleadas de populismo y fundamentalismo que se expanden por todo el mundo están erosionando las instituciones democráticas y sustituyendo el conocimiento por la sabiduría de la turba. Michiko Kakutani, ganadora de un premio Pulitzer, lo analiza en ‘La muerte de la verdad’. «El desplazamiento de la razón por parte de la emoción y la corrosión del lenguaje están devaluando la verdad».
Dos de los regímenes más monstruosos de la historia de la
humanidad subieron al poder en el siglo XX. Ambos se afianzaron sobre la
violación y el saqueo de la verdad y sobre la premisa de que el cinismo, el
hastío y el miedo suelen volver a la gente susceptible a las mentiras y a las
falsas promesas de unos líderes políticos empecinados en el poder absoluto.
Como escribió Hannah Arendt en su obra Los orígenes del totalitarismo (1951)
«el sujeto ideal para un gobierno totalitario no es el nazi convencido ni el
comunista convencido, sino el individuo para quien la distinción entre hechos y
ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo
verdadero y lo falso (es decir, los estándares del pensamiento) han dejado de
existir».
Lo que resulta alarmante para el lector contemporáneo es que
las palabras de Arendt suenan cada vez menos a mensaje de otro siglo y más a
espejo que refleja, y de un modo aterrador, el paisaje político y cultural que
habitamos hoy en día: un mundo en el que las noticias falsas y las mentiras se
propagan gracias a las fábricas de troles, que las emiten en cantidades
industriales por boca del Twitter y las
envían a cualquier parte del mundo, adonde llegan a la velocidad de la luz
gracias a las redes sociales. Nacionalismo, tribalismo, deslocalización, miedo
al cambio social y odio al que viene de fuera son factores que van en aumento a
medida que la gente, atrincherada en sus silos y en sus burbujas filtradas, va
perdiendo el sentido de la realidad compartida y la capacidad de comunicarse
trascendiendo las líneas sociales y sectarias.
La demagogia y a la manipulación política convierten a las naciones en presa fácil de los aspirantes a autócratas. Y también hay que estudiar hasta qué punto el desprecio de los hechos, el desplazamiento de la razón por parte de la emoción y la corrosión del lenguaje están devaluando la verdad, y lo que eso representa para cada país, afectando a individualmente y mundialmente a toda la población. «El historiador sabe lo vulnerable que es el tejido de hechos sobre el que construimos nuestra vida diaria, que siempre corre el riesgo de quedar perforado por mentiras aisladas o reducido a jirones por mentiras organizadas y controladas por grupos o clases; o bien negado, distorsionado, perfectamente cubierto a veces por toneladas de falsedades o, simplemente, abandonado al olvido. Los hechos necesitan testimonios para permanecer en el recuerdo, y testigos fiables que los coloquen en lugares seguros dentro del ámbito de los asuntos humanos», escribió Arendt en su ensayo La mentira en política publicado en 1971.
La expresión decadencia de la verdad (empleada por la Rand Corporation para describir «el papel, cada vez menor, de los hechos y el análisis» en la vida pública estadounidense) se ha incorporado al diccionario de la posverdad que ahora también incluye otras expresiones ya conocidas como «noticias falsas» o «hechos alternativos». Por ejemplo: «The Washington Post calculó que Trump decía una media de 5,9 equívocos o falsedades diarias». Trump, el presidente número cuarenta y cinco de los EEUU, miente de un modo tan prolífico y a tal velocidad que The Washington Post calculó que durante su primer año en el cargo podía haber emitido 2.140 declaraciones que contenían falsedades o equívocos: una media de 5,9 diarias. Y nuevamente, Trump, que no ha corregido su verborrea, ha vuelto a ganar las elecciones, y como reelegido hace el número 47. Ahora que, estos asaltos a la verdad no se circunscriben solo al territorio de los Estados Unidos: en todo el mundo se han producido oleadas de populismo y fundamentalismo que están provocando reacciones de miedo y de terror, anteponiendo estos al debate razonado, erosionando las instituciones democráticas y sustituyendo la experiencia y el conocimiento por la sabiduría de la turba.
Ya nos lo recordó el papa Francisco: «No existe la desinformación inocua; confiar en las falsedades puede tener consecuencias nefastas». La verdad es una de las piedras angulares de nuestra democracia. «La verdad es una de las cosas que nos separan de la autocracia: Podemos debatir políticas y asuntos, y deberíamos hacerlo. Pero esos debates han de basarse en los hechos que compartimos, y no en simples llamadas a la emoción y al miedo valiéndonos de una retórica y una serie de invenciones que solo conducen a la polarización». Lo peor de todo esa política vacua, es la propaganda y publicidad que permea y mixtifica a través de una información sesgada.
Epicteto dijo que: «La verdad triunfa por sí misma, la mentira necesita siempre complicidad».
La muerte de la verdad lleva a la banalidad del mal. Decía Hannah Arendt que, «dentro de la incapacidad de juicio se distinguen tres grupos: los nihislitas, que con la creencia de que no hay valores absolutos se sitúan en las esferas de poder; los dogmáticos, que se aferran a una postura heredada; y los 'ciudadanos normales', similar al hombre-masa que estableció Ortega y Gasset, el grupo mayoritario que asume las costumbres de su sociedad como 'buenas' de una manera acrítica».
Observo con tristeza como la mentira se está incrustado en todo el tejido social: familia, amistades, política... Ya no te puedes fiar de nadie. La personas carentes de lealtad y honestidad no son sinceras ni empatizan con las situaciones ajenas, son muy suyos: yo, mí, me, conmigo... Son muchos los trepa sin escrúpulos que pisoteando a los demás llegan alto, pero que tengan cuidado, que el vértigo les puede hacer caer.
La ambición suele llevar a las personas a ejecutar los
menesteres más viles. Por eso, para trepar, se adopta la misma postura que para
arrastrarse. Jonathan
Swift.
Fotografía: Internet
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