El 13 de abril se celebra el Día Internacional del
Beso. El origen de esta festividad tiene sus raíces en Tailandia y tiene que
ver con el beso más largo de la historia registrado.
El beso en cuestión duró 58 horas, 35 minutos y 58
segundos y fue resultado de un concurso protagonizado por una pareja que batió su
propio récord. Anteriormente, en el mismo certamen, habían logrado una marca de
46 horas, 24 minutos y 9 segundos consecutivos.
Desde aquel día muchos países han optado por realizar
concursos de este tipo y actividades con el beso como gran protagonista.
“Bésame, bésame mucho…” Según los estudios, besar tiene muchos beneficios para
la salud. Algunos de los beneficios que tiene para la salud es que acelera la
frecuencia cardiaca y la temperatura, con lo que mejora la circulación del
organismo, estimula el sistema inmune y libera mediadores químicos que inducen
a cierta serenidad y tranquilidad.
Siendo así, podemos decir que si nos besáramos
más estaríamos más sanos…
Pues, hoy viene bien recordar la leyenda de “El Beso”… Cuenta que el capitán
francés quiso robar un beso de los fríos labios de Elvira de Castaneda. ¿Qué
secreto esconde la iglesia toledana en esta maravillosa leyenda del
gran Gustavo Adolfo Bécquer? "El Beso" de Gustavo Adolfo Bécquer:
“Era el tiempo en que el ejército francés de Napoleón
había tomado Toledo (1808-1812) y tal cantidad de soldados acampaban en la
plaza que tuvieron que coger todo tipo de edificios, sin reparar en su clase,
uso o destino. Lleno el alcázar, empezaron a 'habitar' todos los conventos e
iglesias de la ciudad.
Fue una noche, a hora ya muy avanzada, cuando llegaron
a Toledo unos cien dragones a caballo que, rompiendo el silencio de la ciudad
con el chocar de los cascos de sus corceles en el empedrado y el sonido
metálico de su armamento, llegaron hasta la plaza de Zocodover. El oficial que
mandaba la fuerza era joven. Al llegar a la plaza fue atendido por otro que,
después de cuadrarse y saludarle militarmente, se dispuso a acomodar a la tropa
en el lugar que le habían asignado.
Al conocer el capitán el sitio donde iban a ser
acomodados, puso algunos reparos, pero su compatriota, que era sargento
aposentador, le hizo los cargos de que en el alcázar ya no cabía más gente y
que en las celdas de los frailes de San Juan de los Reyes dormían quince húsares
en cada una. Trató de convencerle de que el convento al que le habían destinado
era bueno y la parte de la iglesia estaba prácticamente libre para meter los
caballos.
Siguieron tropa y capitán al aposentador por las
estrechas y oscuras calles de la ciudad, guiados por un pequeño farol que éste
portaba. Después de un corto paseo, llegaron hasta la iglesia, que se
encontraba completamente desmantelada. En pocos momentos y debido al cansancio
que traía la tropa, fueron acomodándose, dejando atados los caballos dentro del
local.
A la luz del farolillo podía verse el estado de la
iglesia, con sus hornacinas vacías de imágenes. Podían adivinarse, más que
distinguirse, en sus paredes, algunos retablos. Había también losas con
inscripciones, citando los nombres de los allí enterrados; pero lo que
verdaderamente destacaba en todo este conjunto del ruinoso y desmantelado
edificio, eran las estatuas de mármol blanco, como albos fantasmas, que, unas
tendidas y otras postradas de rodillas, se hallaban sobre los mausoleos de los
muertos enterrados en este lugar.
La jornada había sido larga, habían recorrido catorce leguas
a caballo y el cansancio pudo más que la precariedad del alojamiento, por lo que
al poco tiempo se dejaron de oír las protestas de la soldadesca, que como pudo
se acomodó y, poco a poco, el silencio se fue apoderando del improvisado
cuartel.
Al día siguiente, nuestro capitán era esperado por
algunos compañeros de promoción que, conociendo su llegada, le habían mandado
aviso de que le aguardaban para saludarle en la plaza de Zocodover. El
encuentro fue muy agradable, pues hacía tiempo que no se veían. Después de
fuertes abrazos y cariñosos saludos se habló de todo; pero lo más acuciante e
importante para los que ya llevaban tiempo en Toledo, eran las noticias que
traía el recién llegado de su patria. Así siguió la conversación hasta que uno
de ellos, en tono de broma, preguntó a nuestro capitán, que qué tal había dormido
en su «alojamiento», a lo que éste contestó, que no había podido dormir
demasiado, pero que el insomnio junto a una bonita mujer había sido más
llevadero.
Sus interlocutores no daban crédito a lo que acababan
de oír. Estaba recién llegado y ya había tenido una aventura amorosa…
Solicitaron más información sobre lo acontecido y el narrador les contó que fue
despertado de manera brusca por el ruidoso sonar de la campana gorda de la catedral
y de que, en ese momento, se había acordado del campanero y de toda su familia.
Pasado el susto, intentó recuperar el sueño perdido y fue entonces cuando, ante
sus ojos, se encontró con la figura de una mujer arrodillada, iluminada su
figura por la escasa luz que de la luna penetraba en el templo.
Sus amigos le miraron entre incrédulos y asombrados,
pero él continuó con su relato, diciéndoles que no se podían ni imaginar lo que
ante sus ojos se había aparecido: era una joven de una belleza incomparable, con
las facciones llenas de dulzura. Su ademán era reposado y noble y su blanco
traje componía una perfecta sintonía con la palidez de su rostro. Les comentó que, por un
momento pensó que era una alucinación, producto del cansancio del camino, pero no, ella estaba allí, y permanecía inmóvil ante él, como si no
fuera una criatura humana.
Uno de sus camaradas, que tomaba el relato a broma,
fingió que se hallaba vivamente interesado y le preguntó, que si le había hablado.
El capitán respondió que no se había determinado a hablarle porque estaba
seguro de que ella ni le veía ni le habría oído en caso de dirigirle la
palabra. El mismo amigo le inquirió si es que era muda, ciega o sorda. A esto
le contestó que era todo eso a la vez, pues se estaba refiriendo a una estatua
de mármol.
Al oír el final de la aventura, soltaron todos fuertes
carcajadas y uno de ellos dijo que de ese género tenía él bastantes en su
aposento de San Juan de los Reyes. Pero el recién llegado le contestó que nunca
serían como la suya, que se trataba de una dama castellana que, en virtud de la
habilidad del escultor, parecía tener vida.
Siguiendo la broma, uno de los contertulios pidió que
les fuera presentada la belleza en cuestión, haciendo la salvedad burlona de 'si no había celos de por medio'.
El capitán les contó entonces, que junto a la dama, también estaba la estatua de mármol de un guerrero que parecía estar tan vivo
como ella y que sin duda pensaba que debía ser su esposo. También manifestó
entre bromas y veras, que si no le tomaran por loco ya le habría destrozado.
Las carcajadas continuaron saliendo sonoras y vivaces
de sus gargantas y por fin, decidieron visitar y ser presentados a la dama en
cuestión. Quedaron emplazados para esa misma noche. Se reunirían en esta misma
plaza para, desde allí, con algunas viandas y buen vino francés, dirigirse a la
iglesia, donde celebrarían una pequeña fiesta en honor de la hermosa joven de
mármol.
Llegada la hora y allegados todos, marcharon en
dirección a la iglesia donde su amigo se alojaba. Una vez en ella, fueron
recibidos por éste que les esperaba en la puerta. Penetraron en el templo que
se encontraba totalmente a oscuras, por lo que el capitán mandó a su asistente
que hiciera una gran fogata que, al mismo tiempo de iluminarles les
proporcionaría calor, pues el ambiente era algo frío. El fuego fue encendido con
parte de las puertas de la iglesia y trozos de sillas del coro y al poco
iluminó la estancia a la vez que la hacía más placentera.
Lo primero que hicieron fue abrir unas botellas y
tomar unos tragos que les fueron calentando por dentro. Al poco pasaron al
lugar que ocupaba la tumba donde, con toda clase de reverencias exageradamente
burlescas, fueron presentados por el capitán a la dama. Al verla, todos
coincidieron en que se trataba de una bella mujer y que la pena era que fuese
de mármol, reconociendo que, si el parecido de la efigie era fiel al original,
hubo de ser una de las mujeres más hermosas de su tiempo.
Los compañeros le preguntaron si conocía el nombre de
la joven y él contestó que por la inscripción que había en el mausoleo, se
trataba de doña Elvira de Castañeda y de su marido don Pedro López de Ayala,
que luchó con el Gran Capitán en Italia.
La fiesta continuó cada vez más animada, destapando
botellas y más botellas que eran trasegadas por los concurrentes y que al
quedar vacías eran arrojadas contra paredes y retablos. Pero, mientras sus
compañeros cantaban y disparataban gracias al alcohol ingerido, nuestro capitán
permanecía en silencio, sin apartar su mirada de la estatua de doña Elvira.
Los amigos se dirigieron a él y le hicieron brindar.
Entonces, levantando su copa frente a la estatua del guerrero arrodillado junto
a la mujer, le espetó que brindaba por su emperador que le había dado la
ocasión de venir a Toledo a cortejar a su mujer en su tumba. Se brindó por ello
y el capitán, balanceándose, se llegó hasta el sepulcro y bebiendo un sorbo,
expulsó el vino que guardaba en su boca y lo derramó sobre la cara del mudo
guerrero. Hecho esto, se acercó a la estatua de la mujer exclamando que sólo un
beso suyo le calmaría el ardor que le consumía.
Esto le fue censurado por todos sus amigos, que de
alguna forma estaban asustados por el comportamiento de su compañero,
diciéndole que dejara en paz a los muertos. El joven no hizo caso y
tambaleándose, como pudo se llegó a la estatua y se dispuso a abrazarla y darle
un beso. Pero al tender los brazos, un grito de terror inundó la estancia.
Había caído desplomado a los pies del sepulcro echando sangre por nariz y boca.
Los oficiales, sorprendidos ante lo que vieron, quedaron inmovilizados sin
poder dar un paso para socorrerle. En el momento en que su camarada intentó
acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil
guerrero que tenía a su lado levantar la mano y derribarlo de una tremenda
bofetada con su guante de piedra”.
Fotografía: Internet
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