“Sólo me consuelo pensando con que alguien está en el cielo velando por mí y protegiéndome”.
La muerte de un ser querido resulta siempre dolorosa, aun
cuando los creyentes entendamos que esa muerte que, por supuesto nos llegará a
todos, nos llevará a la presencia del Señor, que es Camino, Verdad y Vida, y
que morir es empezar a vivir, recordando las palabras de Jesús en Nazaret: “Yo
soy la resurrección y la vida. Por ello el que cree en mí, no morirá para
siempre”.
Creemos que los que nos precedieron están en el seno de Dios, y sin embargo, pensamos mucho en ellos y rezamos por ellos porque el amor familiar nos une, y están presentes en nuestras familias como lo estuvieron en vida. Hay
dos razones que explican la devoción a nuestros difuntos:
La primera, es evidente, el amor familiar, porque por lo general, conservamos un gran apego a la familia, y es natural que, al llegar este día sintamos la necesidad de hacer más presentes entre nosotros a los seres queridos que se nos fueron.
La segunda explicación que se da es el buen corazón, que nos hace sentir muy de cerca el dolor de los demás. Y eso nos lleva a pensar que nuestros difuntos están a lo mejor todavía purificándose en ese estado que llamamos purgatorio.
¿Y quién no tiene faltas ligeras, apego a las cosas
terrenales, amor imperfecto a Dios, mezclado con tanto polvo y tantas
salpicaduras de fango que se nos pegan siempre? El purgatorio significa eso;
lugar de limpieza. En cierta ocasión escuché a un sacerdote decir en la
homilía: Cuando el hombre muere, se halla de ordinario como un pedazo de hierro
cubierto de orín, que necesita pasar por el fuego para limpiarse.
¿Y qué podemos hacer nosotros por nuestros difuntos? Pues, mucho. Todos podemos
rogar los unos por los otros. Nosotros pedimos por las almas de nuestros seres
queridos, para que se les alivien sus penas y se purifiquen pronto. Y esas
almas tan queridas, ruegan también por nosotros, para que el Señor nos llene de
su gracia y bendiciones. Esto lo hacemos cada vez que asistimos a Misa, y
también con todas nuestras plegarias y oraciones.
Especialmente en este día honramos y veneramos a nuestros
fieles difuntos, una conmemoración que nos llena el alma de dulces recuerdos,
de cariño nunca muerto, de esperanza siempre viva, de charlas y recuerdos de
tantos momentos inolvidables. ¡Mientras estén presentes en nuestras vidas,
seguirán vivos!
“Tu partida la llevo en el alma, tu recuerdo lo tengo dentro,
y espero algún día poder verte y abrazarte de nuevo”.
“El hombre puede explicarse sólo si existe un Amor que supera
todo aislamiento, también el de la muerte, en una totalidad que trascienda
también el espacio y el tiempo”, explicó Benedicto XVI en la audiencia general del miércoles
2 de noviembre de 2011, celebrada en el Aula Pablo VI. Según el Papa, «ante la
realidad de la muerte, el hombre reacciona con temor, pero también con la
esperanza de que existe un “más allá”, y por ello siente que la muerte no rompe
definitivamente los lazos con los seres queridos.
A pesar de que la cultura actual evita el tema de la muerte,
sigue siendo una realidad humana que provoca temor y que exige una respuesta.
Precisamente, el empeño en “racionalizar” el temor a la muerte lleva a menudo a
formas de espiritismo.
Desde siempre, el hombre se ha preocupado por sus muertos y
ha intentado darles una especie de segunda vida a través de la atención, el
cuidado, el afecto. En un cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de
vida y, paradójicamente, el modo en que vivieron, lo que amaron, lo que
temieron, lo que esperaron y lo que detestaron, lo descubrimos precisamente por
sus tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos. Son casi como un espejo
de su mundo.
¿Por qué es así? Porque, a pesar de la que la muerte sea un
tema casi prohibido en nuestra sociedad, y se intente continuamente quitar de
nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, ésta nos afecta a cada uno de
nosotros, afecta al hombre de todo tiempo y de todo lugar. Y ante este misterio
todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, una
señal que nos dé consuelo, que se abra algún horizonte, que ofrezca aún un
futuro. El camino de la muerte, en realidad, es un camino de esperanza, y
recorrer nuestros cementerios, como también leer las inscripciones sobre las
tumbas, es llevar a cabo un camino marcado por la esperanza de eternidad.
Pero nos preguntamos, ¿por qué sentimos temor ante la muerte?
¿Por qué la humanidad, en una gran parte, nunca se ha resignado a creer que más
allá de ella no esté sencillamente la nada? Diría que las respuestas son
muchas: tenemos temor ante la muerte porque tenemos miedo de la nada, de este
partir hacia algo que no conocemos, que nos es desconocido. Y entonces hay en
nosotros un sentimiento de rechazo porque no podemos aceptar que todo lo que de
bello y de grande ha sido realizado durante toda una existencia sea cancelado
de repente y caiga en el abismo de la nada. Sobre todo, sentimos que el amor
reclama y pide eternidad, y no es posible que sea destruido por la muerte en un
solo momento.
También tenemos temor ante la muerte, porque cuando nos
encontramos al final de la existencia, existe la percepción de que hay un
juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos llevado nuestra vida, sobre
todo en esos puntos sombríos que, con habilidad, intentamos quitar de nuestra conciencia. Diría que precisamente la cuestión del
juicio está a menudo implícita en el cuidado del hombre de todos los tiempos
por los difuntos, en la atención hacia las personas que fueron significativas
para él y que ya no están junto a él en el camino de la vida terrena. En cierto sentido, los gestos de afecto, de amor que rodean al difunto, son una
forma de protegerlo en la convicción de que no quedarán sin efecto en el
juicio. Esto lo podemos captar en la mayor parte de las culturas que caracterizan
la historia del hombre.
El cristiano vive la muerte con esperanza, pues si no existe la eternidad, la propia vida en este mundo deja de tener sentido. La solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos nos dicen que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir empíricamente, la propia vida pierde su sentido profundo. El hombre necesita de la eternidad, y cualquier otra esperanza para él es demasiado breve, demasiado limitada. El hombre puede explicarse sólo si existe un Amor que supera todo aislamiento, también el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre se puede explicar, encuentra su sentido más profundo, sólo si existe Dios. Y nosotros sabemos que Dios ha salido de su lejanía y se ha hecho cercano, ha entrado en nuestra vida y nos dice: ‘Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás’ (Jn 11,25-26)”.
En estos días, se acude al cementerio para rezar por las
personas queridas que nos han dejado, un ir a visitarles para expresarles,
una vez más, nuestro afecto, para sentirlas aún cercanas, recordando también, un artículo del Credo: “la comunión de los santos”, en esa
comunión hay un estrecho vínculo entre nosotros, que aún caminamos en esta
tierra, y los que han partido y que ya han llegado a la eternidad.
Dios se ha mostrado verdaderamente, se ha vuelto accesible,
ha amado tanto al mundo que “ha entregado a su Hijo único para que todo el
que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna”. (Jn 3,16), y en el
supremo acto de amor de la Cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la ha
vencido, ha resucitado y nos ha abierto las puertas de la eternidad. Cristo nos
sostiene a través de la noche de la muerte que Él mismo ha atravesado; él es el
Buen Pastor, a cuya guía se puede uno confiar sin miedo alguno, pues Él conoce
bien el camino, también a través de la oscuridad.
Cada domingo, recitando el Credo, reafirmamos esta verdad. Y
al acudir a los cementerios para rezar con afecto y con amor por nuestros
difuntos, somos invitados, una vez más, a renovar con valor y con fuerza
nuestra fe en la vida eterna, es más, a vivir con esta gran esperanza y a dar
testimonio de ella al mundo: después del presente no está la nada. Y
precisamente, la fe en la vida eterna da al cristiano el valor para amar aún
más intensamente esta tierra nuestra y para trabajar para construirle un
futuro, para darle una esperanza verdadera y segura”.
“Las personas que realmente amamos jamás morirán en nuestros
recuerdos y nuestros corazones”.
La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos.
Cicerón.
Con todo mi amor mando rosas para el cielo, para cada uno de mis seres queridos, a los que amo con toda mi alma y que no puedo abrazar, pero viven en mi corazón, aunque sé que desde ahí ellos me ayudan cada día a caminar...
Fotografía: Internet
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