jueves, 13 de abril de 2017

Amar hasta el extremo

Semana Santa de Sevilla.

El Jueves Santo, día del amor fraterno, Cristo «nuestra Luz» nos llama a derribar muros, unidos con Él. Jesucristo se entregó a la muerte para derribar «la barrera del odio» que separaba a las gentes, y hacer de todos ellos una única familia bajo un mismo y único Padre. El apóstol San Juan, nos dejó escrito «quien ama a su hermano permanece en la luz» y Jesús nos amó hasta el extremo, por eso Él vive en la Luz, Él es la Luz, por eso, cuando nosotros ayudamos y servimos a los hermanos más pobres y necesitados, compartimos la misma Luz de Jesús y somos signos y testimonio de amor en el mundo.

El amor fraterno es amar hasta el extremo y es una de las piedras angulares de nuestra fe cristiana. Todo nos conduce a descubrir y compartir esta clase de amor. Cuando leemos en la Biblia «ama a tu prójimo como a ti mismo», estamos leyendo la definición de la caridad fraterna, que significa amar a todos los seres humanos.

En el origen de la cristiandad y también hoy día, el amor fraterno tiene un origen divino, que es el amor, porque Dios es amor en sí mismo. Podemos expresarlo con la misma sencillez con la que Jesús nos transmitió sus valiosas enseñanzas. El amor fraterno es ese vínculo que nos une espiritualmente con otros creyentes que profesan nuestra misma fe cristina.

Necesitamos interiorizar, comprender y vivir plenamente el concepto del amor o la caridad cristiana porque es el sostén firme de nuestra fe y el que debe guiarnos. Sólo el amor fraterno nos permite ser auténticamente cristianos y es lógico que así sea si recordamos que todo en esta vida es amor. Empieza y termina con amor. Así, si no vemos en los demás a un hermano, nuestro cristianismo no anda bien. La Iglesia de los fieles cristianos conmemoramos en este Jueves Santo, la celebración de la Cena del Señor, ese acontecimiento tan sublime que es la institución de la Eucaristía por Cristo-Jesús, la institución de lo que siempre será el momento y el lugar, privilegiado y central, culminante, de nuestro ser cristiano y de nuestro ser Iglesia.

Jesús, el Señor, habiendo amado a los suyos, es decir, a toda la humanidad, la amó hasta el extremo. Nadie ama más que aquel que da la vida por los suyos. Y Jesús, el Señor, que no vino al mundo para juzgar y condenar, sino para servir y dar vida, nos ofrece en cada Eucaristía, su Cuerpo como alimento y su Sangre como bebida, como conmemoración y actualización de una entrega total del que era y es verdadero Dios y verdadero hombre. Una entrega que significa un misterio que sólo se puede desentrañar desde esa clave que nos ofrece la maravillosa realidad de que Dios es Amor.

Una de las manifestaciones del amor, que es el deseo del bien, es el amor a los hermanos. El amor fraterno nos enseña a compartir nuestros bienes y a llevar una convivencia sana y constructiva. El amor fraterno nos prepara a vivir en la sociedad y se extiende a los que no son hermanos de sangre, pero se aman como si lo fueran.

En la vida humana hay algunas circunstancias y situaciones que no son objeto de elección. No podemos elegir a nuestros padres ni el elegir o situación para nacer. Tampoco podemos elegir a nuestros hermanos. Y esto, en diversas etapas de la vida trae problemas. De pequeños hay peleas con los hermanos para llamar la atención de los padres. Ya mayores, también hay peleas por una relación desgastada. Las peleas de infancia o de madurez pueden sanarse con el cultivo del amor fraternal. El amor fraternal es del deseo del bien de un prójimo que comparte nuestro origen y que es igual a nosotros. En el amor filial o paterno siempre hay una relación de autoridad o de superioridad. Por tanto, no puede haber un amor entre iguales, sino entre subordinados, pues el hijo se subordina al padre. En cambio, entre hermanos hay una relación de iguales. Esta igualdad se da tanto por el origen como por la relación. Los hermanos tienen una capacidad de desearse el bien más sinceramente porque ven en el otro un reflejo de sí mismo. Esto implica que hay un profundo conocimiento del otro y de sus necesidades. El amor fraterno, entonces, se da entre los iguales y desea el bien para los iguales. No olvidemos que el amor fraternal más perfecto es el mutuo, aunque a veces esto no suceda así. No obstante en esta posible situación, el amor fraterno puede llegar a ser mutuo si uno de los hermanos comienza a amar desinteresadamente primero.

Quien no ama a su hermano no ama a Dios. Una lección universal sobre el amor fraternal la encontramos en la Primera carta de Juan. En ella se discute la posibilidad de amar a Dios sin amar a los hermanos, sean estos carnales o de religión. La respuesta de Juan es contundente: no se puede amar a Dios si no amamos a nuestro hermano, pero también puede suceder, que tú ames pero no te aman, lo importante es tener capacidad de amar. Pablo, en una carta a los Romanos, decía: «El amor entre los hermanos sea sin hipocresía; aborreciendo lo malo y practicando lo bueno…»

El amor del que se habla aquí no se circunscribe a los hermanos carnales, sino que se expande a toda la comunidad de creyentes, que son hermanos por tener a Dios como Padre y por ser hijos en el Hijo, por eso, los cristianos estamos llamados a amar a toda la comunidad humana en el amor fraternal.

Jesús nos invita a amarnos sin límites, a entregar lo que somos y tenemos para que las tinieblas de la pobreza y la exclusión sean disipadas por la luz del amor fraterno. Amor como su amor, un amor incondicional, un amor generoso, un amor de verdad…

Fotografía: Jorge León, cc.

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