Erase una vez un sabio que, tras recorrer mundo y ampliar sus experiencias, decidió sentarse unos días a meditar al borde de un camino. Muy pronto entró en trance y nada de lo que sucedía a su alrededor era capaz de sacarlo de su estado de perpetua inmovilidad.
Estando en ésas, pasó junto a él un ladrón que, al verlo, se dijo:
«Este hombre seguro que se ha pasado la noche asaltando casas como yo para llevarse cuanto hubiese de valor. Tan cansado debe de estar que se ha quedado dormido. Me voy a toda prisa, no sea que venga la policía a detenerlo y también se me lleve a mí».
Poco después, pasó junto al sabio un hombre que, debido a la gran borrachera que había cogido, apenas podía mantenerse en equilibrio. Se paró un rato ante aquel santón y pensó:
«Este hombre está aún peor que yo. Ha bebido tanto que ni tan siquiera puede moverse».
Minutos después de que el borracho desapareciera por una curva del camino, apareció un joven que quería aprender los misterios de la meditación. En cuanto vio al sabio, se arrodilló ante él y le besó los pies.
Así sucede en la vida, quienes tienen comportamientos deleznables ven en los otros su misma actitud, pero sólo el sabio es capaz de reconocer la sabiduría y la bondad de los demás.
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