El sultán estaba preocupado porque había fallecido su recaudador y no conocía a nadie que pudiera ocupar su lugar. Al final decidió llamar al consejero más sabio para que le ayudara a solucionar su problema. El sultán se lamentaba:
—¿No hay ningún hombre honesto en este país que pueda cobrar los impuestos sin robar dinero?
El consejero para tranquilizarlo, le sugirió:
—Anunciad que buscáis un nuevo recaudador y dejadme el resto a mí.
Aquella misma tarde la antecámara de palacio se llenó de gente. Muchos de aquellos hombres vestían elegantes trajes, todos menos uno de humilde apariencia. Los convocados se rieron de él y comentaron entre sí:
—Pobre diablo, con esa pinta el sultán jamás se fijará en él.
El consejero entró en la sala y pidió a todos que fueran pasando, uno a uno, por un estrecho y oscuro corredor que comunicaba con los aposentos del sultán.
Cuando estuvieron en la sala, el consejero le susurró a su señor:
—Pedidles que bailen.
Todos actuaron con torpeza, excepto el peor vestido, entonces el consejero sentenció:
—Este hombre será vuestro nuevo recaudador. Llené el corredor de monedas y él fue el único que no se las echó al bolsillo.
Así fue como el sultán por fin encontró un hombre honrado en su reino.
Las apariencias engañas. La honestidad y la honradez no está en la ropa que te compras.
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