Eran sólo las 8.30 de la mañana, pero aquel anciano, de unos 80 años, había llegado el primero a la consulta del hospital para que le quitasen los puntos de una herida que se había hecho en la mano. Hasta las 9 no empezaban las visitas, pero el doctor lo vio tan impaciente que le hizo pasar para atenderle e intentar tranquilizarlo. Comprobó que la herida estaba bien cicatrizada y preparó todo para hacerle la cura.
—No se preocupe, no es nada grave. En unos días, apenas quedará marca —le comentó.
—No es eso lo que me tiene alterado. Sólo quiero acabar pronto para ir al geriátrico a desayunar con mi mujer —le explicó el señor mayor.
El doctor se preocupó también por la salud de ella y el anciano le respondió:
—Padece Alzheimer y hace tiempo que ya no sabe quién soy.
—¿Y usted sigue yendo cada mañana, aunque ella ya no le reconoce? —continuó el médico.
A lo que el anciano, cogiéndole la mano y sonriéndole, contestó:
—Verá, aunque ella no sabe quién soy yo, yo aún sé perfectamente quién es ella.
Mientras intentaba contener las lágrimas por la emoción, el médico pensó: «Ese es el amor que quiero yo para mi vida. El amor verdadero que nunca deja de existir y que se entrega a cambio de nada».
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