Viendo que el final de sus días ya no estaba muy lejos, un anciano decidió reunir a sus tres hijos para explicarles un asunto importante.
—Como sabéis, no soy un hombre rico y no dispongo de bienes suficientes para dejaros una gran herencia a todos. Por eso, he decidido que lo mejor será que sólo uno de vosotros herede todo lo que poseo. A los tres os quiero por igual, pero he tomado una decisión que espero que entendáis y encontréis justa. Entregaré todo cuanto poseo al que sea más hábil, más inteligente, más sagaz… Os daré a cada uno una moneda. El que compre algo que llene la casa se quedará con todo.
Los tres hermanos se miraron en silencio y cada uno tuvo una idea diferente. El primero de los hermanos compró varias alpacas de paja con las que consiguió llenar la pequeña vivienda hasta la mitad de sus paredes. El hijo mediano trajo varios sacos de plumas, pero con ellas apenas logró emular al primogénito.
Quedaba por llegar el más pequeño pero sus hermanos dudaban que consiguiese superarlos, aunque para su sorpresa fue él quien obtuvo la herencia. Sólo compró un pequeño objeto, una vela. Esperó que se hiciese de noche, la encendió y entonces llenó toda la casa de luz.
La luz de la casa de los padres la enciende los hijos con el respeto, la corresponsabilidad y el agradecimiento. Los padres no piden mucho, se llenan con los pequeños gestos de los hijos. De igual manera, en la vida son las pequeñas cosas las que más llenan y más satisfacen.
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