Cuenta una antigua leyenda que un sabio anciano vivía en las afueras de una pequeña ciudad de provincia. El hombre era muy conocido no sólo por su sabiduría, sino también por su buena suerte.
En la misma ciudad vivía también un joven que, aunque honesto, estaba obsesionado por la suerte, la fama y la riqueza. Su búsqueda y esfuerzos no daban resultado y la «diosa vendada» no quería sonreírle. El joven ya no sabía qué hacer y estaba al borde de la depresión, cuando se le ocurrió ir a ver al sabio para pedirle el secreto de su éxito. En efecto, todo lo que precisaba saber el sabio se lo podría proporcionar, ya que él todo lo que emprendía le salía redondo. No le faltaba ni hogar ni comida ni ropa. La gente lo respetaba y veneraba. Verdaderamente no carecía de riqueza espiritual, pero tampoco de medios materiales.
Aquel día, el joven se levantó muy temprano para evitar las colas interminables que se formaban para pedir consejo al anciano. Se vistió y arregló con esmero y se dirigió a la morada del sabio. Llamó al portal y el sabio le recibió amablemente. Una vez terminadas las presentaciones de rigor el joven fue directamente al grano y dijo:
—La razón de mi visita es sencilla: querría saber tu secreto para vivir tan holgadamente. Verás, he notado que no te falta de nada, mientras que a mí me falta todo y eso a pesar de mis esfuerzos y voluntad por conseguirlo. Aunque sé que mucha gente posee bienes materiales, pero son infelices, en cambio a ti no te falta tampoco la felicidad. Dime, ¿cuál es tu secreto?
El sabio le miró atentamente y sonrió diciéndole:
—Mi respuesta también es sencilla; el secreto de mi buena suerte es que yo robo…
—¡Lo sabía! —exclamó el joven—. Tenía que haberlo deducido por mí mismo.
—¡Espera! Todavía no he acabado, —dijo el anciano, pero el joven ya había salido corriendo exultante.
El sabio intentó darle alcance pero no pudo, para explicarle lo que quería decir con sus palabras.
Tras la visita al sabio la vida del joven cambió radicalmente: empezó a robar aquí y allá, a revender las cosas sustraídas y a enriquecerse. Cometió toda clase de hurtos; robaba en tiendas y casas, y la fortuna parecía haber empezado a sonreírle, pero fue pillado y capturado por las autoridades. Fue procesado por numerosos delitos y condenado a cinco años de dura cárcel. Durante su estancia en la prisión tuvo tiempo de meditar y llegó a una conclusión. Según sus deducciones el anciano se había burlado de él y más idiota había sido él mismo por seguir tan necio consejo. Se prometió que una vez saliera volvería a ver al anciano para darle su merecido.
Los años pasaron y el joven, tras pagar su deuda con la sociedad, fue puesto en libertad. Nada más salir, ni siquiera pasó por su casa, se fue directamente a la residencia del sabio. Tras llamar impacientemente a la puerta, el sabio abrió.
—¡Ah, eres tú! —le dijo—.
—Sí, soy yo y he venido para decirte lo inútil que eres, viejo tonto. ¿Sabías que gracias a tu consejo me he pasado los últimos cinco años de mi vida en la cárcel? Si todos los consejos que das son así, menudos imbéciles somos los que te escuchamos.
El anciano le escuchaba con paciencia y cuando la rabia del joven remitió, así le contestó:
—Comprendo tu rabia, pero el artífice de tu desdicha eres tú y solamente tú, sobre todo por tu incapacidad de escuchar. Cuando viniste aquí hace cinco años te dije la verdad, te dije mi método para asegurarme la dicha, solo que tú no quisiste oír más y entendiste lo que quisiste. Cuando te dije que yo robo, es verdad, solo que no robo a los humanos. Robo aire, luz, agua y energía. Robo «chi». Verás, robo al «Tao» porque el «Tao» es vacío y utilizándolo nunca rebosa, se vacía sin agotarse y su función no se agota nunca. De ahí toda mi dicha.