En un apartado valle atravesado por muchos caminos, vive el dios del tiempo sobre una gran roca. Desde su atalaya lo contempla todo y, de tanto observar, su sabiduría es infinita.
Este dios es muy generoso y, a cada persona que nace, le presta más tiempo del que necesita para recorrer su camino. Lo que ocurre es que, a lo largo de la vida, malgastamos mucho en trayectos equivocados. Continuamente hay que elegir entre bifurcaciones y muchos desvíos no conducen a ninguna parte. A veces, los senderos secundarios vuelven a conectar con la vía principal y, desgraciadamente, también hay ocasiones en que las personas se pierden. Aunque la mayoría va por el camino más trillado, hay quien escoge el suyo propio.
Hace mucho que el dios del tiempo aprendió que cualquier trayecto puede ser bueno o malo. Depende de los sueños de cada uno. También sabe que la mejor brújula es la del propio corazón y que si el caminante no sigue sus impulsos, un buen camino puede volverse árido y polvoriento. Por el contrario, el que sigue su corazón termina llegando a su destino por muchos obstáculos que encuentre.
El dios del tiempo intenta transmitir esta sabiduría a los hombres pero no lo consigue porque éstos suelen fiarse más de lo que dicen los demás que de su propio corazón.
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