domingo, 1 de diciembre de 2013

El dilema de los padres

Una madre calma el enfado de su hija.


Hubo un tiempo, que para la sociedad estaba claro y definido, y nadie cuestionaba, el deber y la obligación de los padres. Sin embargo, hoy en día se ven en una encrucijada. En su deber y obligación están al acecho los ‘derechos’ del hijo, escrutadora norma que castiga, pero nadie vela más por los derechos de un niño que sus propios padres, quienes los protegen y crían con mimo y cariño. Los alimenta y cuida para que se desarrollen sanos y fuertes, educando en valores, respeto y solidaridad.

Un buen padre cuida y procura lo mejor para su hijo. Un maltrato no es corregir y educar a un hijo… A nadie se le ocurre recurrir al maltrato para corregir la rebeldía, pero todo mal comportamiento tiene que tener un correctivo. La consecuencia de una mala acción es el castigo, no golpeando, pero sí privando del recreo. Todo maltrato es condenable y todo maltratador despreciable. Hay quienes les da por llamar maltrato a todo, fantaseando y acusando falsamente para perjudicar a un padre o a una pareja: esos son maltratadores patológicos.

La gente de mi tiempo sabemos lo de ‘la letra con sangre entra’: una torta era la manera de corregir. En la escuela, la regla era el correctivo y por eso yo no me siento maltratada ni guardo ningún rencor al tiempo que me tocó vivir, más bien estoy agradecida al tiempo que me tocó vivir, que lo repetiría…

El dilema de los padres en la actualidad es sentirse sin ‘poder’, no con el poder de ordeno y mando, sino con la libertad de gestionar la paternidad sin rendir cuentas. Los padres se sienten, no tanto acompañados, más bien vigilados. Sabemos la responsabilidad que conlleva ser padres, las obligaciones y los deberes están encaminados a facilitar el bienestar de los hijos. Los hijos deben estar comidos y vestidos, escolarizados, vacunados y rodeados de gente sana de mente y de espíritu. Si no es así, te los pueden quitar.

Comprobamos que lo transmitido por los padres se ve reflejado en los primeros años de vida de los hijos. Si son niños, nobles se dejan influir más por las enseñanzas de los padres, si por el contrario traen escrito en sus genes un marcado carácter, ya desde temprana edad se imponen y rebelan al dictado de los padres. Contra la fuerza del ‘genio y figura’ la lucha es en vano. Ya reza el dicho: «Tronco que nace cambado no hay viento que lo enderece».

Cualquier padre desea lo mejor para un hijo y se desvive para que sea una persona de bien, buena gente, y le orienta por el buen camino. Se ocupa y preocupa y le previene y advierte de los peligros del alocado mundo. Por supuesto que un hijo no es pertenencia del padre, el hijo es una responsabilidad del padre y por él responde. Otra cosa es que te hayas desvivido por tu hijo, lo has cuidado, le has educado y te has esforzado para que esté preparado para defenderse en la vida, pero un día te das cuenta de que el joven que tienes frente a ti ha roto con todo el tiempo que le has dedicado y con lo que le has enseñado. No le reconoces en sus palabras y en sus acciones. Ves que lleno de rencor te falta al respeto y te insulta y reniega de ti. No quieres que le llames hijo porque no eres su padre y te reprocha no haber recibido tu cariño, solo maltrato, y tú, perplejo y abrumado, te sientes fuera de la escena que tu hijo quiere presentarte como el protagonista. ¿Qué ha trastocado a tu hijo? ¿Qué hacer cuando un hijo te llama monstruo?…
Recuerdas aquel niño inocente e indefenso. Ves que van creciendo sanos y alegres. Ves como aprende y progresa para afrontar la vida. Ves cómo se van integrando y desenvolviendo en la sociedad que le toca vivir, y cuando parecía que ya todo tendría que ir bien, casi sin darte cuenta, se presenta frente a ti un ser que no reconoces, un ser que te reniega…

He ahí el verdadero dilema: y ahora, ¿qué hago? Hay que buscar ayuda para poder entender la situación tan desgarradora que necesitas encauzar para poder conciliar las emociones y los sentimientos. Pero también con los psicólogos nos encontramos en un dilema; hay algunos que opinan que los padres tienen que ‘negociar’ todo con los hijos: no deben imponer normas ni reglas que puedan contrariar al niño, sin embargo, la mayoría aconsejan educar con normas y reglas para crear buenos hábitos, facilitar las relaciones familiares y el buen funcionamiento en todos los órdenes.

Como muestra de una realidad preocupante tenemos en antena programas como ‘Super Nanny’ o ‘Hermano mayor’, donde, atónitos, contemplamos las tragedias familiares por culpa de niños egoístas, caprichosos e indomables. No es porque hayan sufrido maltrato, más bien, porque no aceptan normas, y los padres buscando relajar las imposiciones de los hijos le siguen la corriente para ver si se amansan, pero entre más les consienten y se doblegan a sus caprichos, menos calma. Los niños se crecen y se van haciendo con el dominio mediante sus antojos, porque los niños son muy manipuladores.

En los chicos actuales se da más de lo deseable este tipo de conflictos familiares y muchas estrategias manipuladoras de los hijos tienden, según los expertos, a crear una trampa emotiva que haga sentirse culpable a los padres, evitando así el doloroso reconocimiento de la propia responsabilidad personal. Así lo confirma el psicólogo y psicoterapeuta especializado en la formación de padres y matrimonios Osvaldo Poli, autor del libro ‘Corazón de padre’ (Ediciones Palabra). A su juicio, los padres menos identificados con sus hijos se defienden con más facilidad de sus tentativas de culpabilizarles. «Recurren a la fuerza del razonamiento, con el que le ponen bajo presión, desmontan sus recriminaciones y le ponen frente a sus contradicciones». Para ello ha creado una guía para no caer en las trampas afectivas de los hijos, claves para sucumbir ante sus estrategias manipuladoras y que han sido publicadas en los medios.

Veamos, de la mano de este especialista, cuáles son las estrategias manipuladoras más comunes:
  • Falsear lo que dicen los padres, haciendo parecer que no se ha entendido su verdadera intención: «¡Tú quieres un hijo perfecto!», acusa un hijo mientras el padre solo le pedía un pequeño esfuerzo. 
  • Interpretar a su conveniencia un acuerdo hecho con los padres: «¡Había entendido otra cosa!»
  • Hacerse la víctima frente a otras personas, presentando injustamente a los padres como violentos, amenazantes o punitivos.
  • Utilizar las reacciones desesperadas de los padres para justificar sus comportamientos: «¡Estás siempre enfadado conmigo!»
  • Recurrir sistemáticamente al «tú no me entiendes», cuando se encuentran entre la espada y la pared. 
  • Llorar con el propósito de hacer creer que tiene razón.
  • Fingir un dolor de cabeza, de tripa, fiebre o vómito.
  • Hacerse el problemático aludiendo a la falta de sentido de la vida, al suicidio, a la imposibilidad de ser feliz —cuando las circunstancias inducen a pensar que estas afirmaciones se usan de manera utilitarista e instrumentalista—, o hacerse el triste o aburrido para preocupar a los padres.
  • Hacerse el perseguido o el incomprendido: «La han tomado todos conmigo, nadie me entiende, me regañan siempre, todo lo que hago nunca está bien».
  • Negar la evidencia sin turbarse, tener siempre mil excusas preparadas o ‘caerse de una nube’ si se le recuerda lo que ha dicho o hecho.
  • Hacerse el celoso de un hermano pequeño, por ejemplo.

No sé qué puede pasar por la mente o por el corazón de un hijo para intentar hacerle la vida imposible a un padre. Más tarde o más temprano puede que salgan de ese rol destructivo y comiencen a vivir y a dar vida…

«Amo a mis hijos. No siempre logro darles lo que quieren, pero en amor he de educarles y cuidarles. No debo comprar sus afectos, ni consentirles todos sus deseos. El amor no se compra y aunque en momentos lo duden, sabrán que todo cuanto hago es por amor a ellos».

«Un padre es un hombre que espera que sus hijos sean tan buenos como él hubiera querido ser».

Fotografía: Jessica Lucia, cc.

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