Se cuenta una historia real acaecida en Escocia, hace más de un siglo. Fleming, un pobre granjero escocés se ganaba la vida como podía. Un día escuchó unos lamentos y pedían ayuda desde un pantano cercano. Dejó las herramientas y corrió hacia el pantano a prestar auxilio. Al llegar vio a un joven enterrado en estiércol negro hasta la cintura que gritaba aterrado y se esforzaba por liberarse del fango. Lo socorrió liberándolo de la trampa mortal y le ayudó a recuperase del gran susto.
Al día siguiente llegó a su granja un carruaje con un noble elegantemente vestido que se presentó como el padre del joven a quién Fleming había salvado la vida.
—Quiero recompensarlo —dijo el noble— por salvar la vida a mi hijo.
El granjero le dijo:
—Yo no puedo aceptar un pago por lo que hice.
En ese momento, el hijo del granjero vino a la puerta de la cabaña.
—¿Es su hijo?
—Sí —contestó orgulloso el granjero.
—Le propongo hacer un trato. Permítame proporcionarle a su hijo el mismo nivel educativo que al mío. Si el muchacho se parece a su padre, no dudo que crecerá hasta convertirse en un hombre del que los dos estaremos orgullosos.
El granjero aceptó y su hijo asistió a los mejores colegios y se graduó en la Escuela Médica del St. Mary’s Hospital de Londres. Sus estudios de investigación y la casualidad lo llevaron al gran descubrimiento: la penicilina.
El Doctor Alexander Fleming es conocido en el mundo entero por descubrir la penicilina y gracias a ella se han salvado millones de vidas. Años después, el mismo que fue salvado del pantano enfermó de pulmonía y le salvó la penicilina. El que fue salvado en dos ocasiones por los Fleming era Sir Winston Churchill y el padre, el noble Lord Randolph Churchill.
Es que en la vida nada sucede por casualidad. Esto era un pobre muchacho, que para pagarse sus estudios vendía por las puertas. Un día, con apenas unos centavos y el hambre apretándole, pensó pedir de comer en la siguiente casa. Toca y abre la puerta una joven encantadora. El nerviosismo lo traiciona y en lugar de pedir comida pide un vaso de agua. La joven se da cuenta de la situación y le ofrece un vaso de leche; él lo acepta y pregunta cuánto le debe, ella dice que nada, porque sus padres le habían enseñado a ser generosa y caritativa…
Agradecido, al salir de la casa se encontraba más fuerte físicamente y también su fe en Dios y los hombres era más fuerte. Años más tarde el chico convertido en un eminente Doctor, es avisado de la llegada de una urgencia; la paciente muy enferma era remitida de otros hospitales. Al escuchar el nombre del pueblo de la enferma, al Doctor le dio un vuelco el corazón, pero al acercarse a la paciente, no hay duda, reconoce en la mujer a la joven que le dio el vaso de leche y se propuso hacer todo lo posible por salvar su vida. Se ocupó de que la mujer se recuperara y se hizo cargo de pagar los gastos del hospital. Cuando a la mujer le presentan la factura pensó que no podría pagar, pero se encontró con la sorpresa de que estaba pagada y con una nota que decía: «Totalmente pagado hace mucho tiempo con un vaso de leche. Doctor Howard Kelly».
Ahora que para cadena de favores, las que recuerdo de niña. Los vecinos se ayudaban unos a otros en la recolección de las cosechas y en faenas caseras: recogida de papas, trillas, descamisadas, desgranadas, matanza del cochino y hasta para apuntar tiras de traperas… Todo se convertía en tarea amena y divertida donde se gastaban bromas, se cantaba y se bailaba. También me llamaba la atención que cada vez que nacía un niño, y nacían muchos, todas las mujeres del lugar visitaban a la madre y le llevaban de regalo una tableta de chocolate. Era tanto el chocolate que recibían, que daba para comer y para cuando nacía otro niño en el lugar, corresponder con chocolate…
Cuenta una leyenda que cierto día, un sabio visitó el infierno. Allí, vio a mucha gente sentada en torno a una mesa llena de alimentos, sin embargo los comensales estaban tristes con cara de hambrientos, porque tenían que comer con palillos, pero no podían porque eran unos palillos tan largos como un remo. Por eso, por más que estiraban su brazo, nunca conseguían llevarse nada a la boca. Impresionado, el sabio salió del infierno y subió al cielo.
Con gran asombro, vio que también allí había una mesa llena de comensales y con iguales manjares. Sin embargo, todos lucían un semblante alegre; respiraban salud y bienestar por los cuatro costados. Y es que, allí, en el cielo, cada cual se preocupaba de alimentar con los largos palillos al que tenía enfrente.
Cosa mala el egoísmo, eso de «si no es para mí no es para nadie» demuestra que hay gente que la amargura de su propia acidez, bloquea la sensibilidad y los sentimientos. La pobreza de espíritu anula el raciocinio y lo que queda es un ser inerte, un troza de carne con ojos…
Hay cadena de favores que son de obligado cumplimiento y que no se pueden romper, son sagradas. Es imperdonable que los hijos vulneren y rompan la cadena de favores. Los padres, lo propio, se desviven por sus hijos: pasan noches en vela, los cuida en la enfermedad, los alimenta, los lleva en brazos, los vigila en sus primeros pasos y los acompaña en su andadura hasta que se desenvuelven en la vida. Luego ellos, prepotentes y desagradecidos, te pagan con desprecios y faltando al respeto. Pasan de ti cuando más los necesitas y se olvidan de que agarrados a tu mano dieron sus primeros pasos, y ahora que tu cuerpo está débil y cansado no te ofrecen un hombro en que apoyarte ni el calor de una sonrisa. Qué pena, criar hijos para comprobar —al final de tus días— que no te quieren…
Alguien dijo: «Haz mil favores y deja de hacer uno, como si no hubieras hecho ninguno». Eso es verdad, hay personas que siempre han estado ayudando y a cambio reciben desprecio…
Decía Ángel González: «Desearía mirarme con las pupilas duras de aquel que más me odia, para que así el desprecio destruya los despojos de todo lo que nunca enterrará el olvido».
Fotografía: Mandy Jansen, cc.
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