Dijo Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, no morirá».
Nacer… Vivir… Morir. Hola… Gracias… Hasta luego. Al parecer lo hemos entendido, entonces ¿por qué tantas dudas? Sabemos que desde que nacemos, lo único seguro es que moriremos, pero no sabemos cuándo. La vida y la muerte van siempre unidas, son inseparables. La muerte es la sombra de la vida y le va pisando los talones, sin embargo, siempre nos pilla desprevenidos. Vemos a la muerte de cerca cuando nos arrebata a un ser querido. Nos deja sumidos en el desconcierto, la desolación y la desesperación. Nos preguntamos ¿qué he hecho yo para merecer esto? El sufrimiento es tan grande que llegamos a pensar, que el destino se ha ensañado con nosotros y nos sentimos muy desgraciados.
Nos apegamos a nuestros padres, hermanos, pareja, familiares o amigos. Nuestra vida la realizamos y proyectamos en función y en unión de la presencia de seres que consideramos imprescindibles en nuestra existencia. Creamos vínculos vitales porque no sabemos o no podemos vivir solos, por eso, cuando nos dejan padecemos un prolongado duelo. Nos sentimos abatidos, desamparados, desconsolados y cuesta andar sin la compañía el calor y la palabra. Ese adiós es muy doloroso y el vacío muy profundo y desgarrador.
Nacemos sólo una vez, pero por poco tiempo, y morimos sólo una vez, para la eternidad.
Coloquialmente la palabra morir está presente en expresiones como «me muero de amor», «se moría de risa», «lo pasamos de muerte», etc. Suena muy familiar ¿verdad?
Si vamos a ver, no nos preocupamos por nacer, entonces ¿por qué nos preocupamos por morir? Cuando nacemos, los que nos reciben nos hacen llorar y cuando nos vamos, hacemos llorar a quienes nos despiden.
Morir… Dormir es morirse a plazos, dormir es un placer, no hay nada como meterse en la cama y dormir. Dormir profundamente es un ensayo de la muerte, porque desconectamos, no hay conciencia de la vida.
Cada noche morimos un poco, para despertar al amanecer renovados como el nuevo día. Vivimos desde que amanece hasta que se pone el sol, y morimos en el silencio y la oscuridad de la noche, entre mejor dormimos, mejor vivimos… Dormir… Morir.
Nuestra capacidad es limitada, no podríamos soportar trabajar sin descanso. Dormir es más sano que vivir, vivir cansa, dormir descansa, renueva y revitaliza. Eso puede hacerme pensar que morir es en verdad renacer. Creo en la resurrección y en la vida eterna, la muerte no es el final del camino. El cuerpo es materia y muere, la vida es el espíritu, el alma invencible que trasciende a un espacio sin tiempo.
Fenecer es el tránsito de lo que ven nuestros ojos y acaba y el comienzo donde se vislumbra la esperanza y se cumple la Palabra. Un ruego por todos los difuntos: Dales, Señor el descanso eterno, en tu luz, tu paz y tu amor.
Los sabios nos aconsejan que vivamos cada día como único, como si fuera el primero y el último. No es mala filosofía, pero los afanes y el egoísmo nos aferra a lo volátil y efímero, a lo material y perecedero. No sabemos desconectar el espíritu de la ruidosa rutina y nos sentimos cansados y agobiados. Buscamos alivio fuera y no nos damos cuenta que eso está dentro de nuestro ser, somos nuestros propios sanadores.
Miremos al nuevo día como si fuera toda nuestra vida, ahí están todas las verdades y realidades de nuestra existencia. Cada día es una bendición y en agradecimiento glorifico al Creador. Comienzo cada nuevo día con visión de esperanzas y fuerzas renovadas para realizar mis sueños vitales: vivir y dormir; amar y agradecer, mientras recorro la vida, y un día… partiré, y me llevaré la verdad y la sinceridad con que viví y me relacioné…
A todos los que me quieren.
Les pido que no me lloren.
Yo no me voy por siempre…
Me quedo en sus corazones.
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