sábado, 19 de octubre de 2024

El exhibicionismo moral

 


"Quien se presenta como mejor ante los demás, culpando a otros de lo que al mismo tiempo se libera, peca de exhibicionismo moral".

El exhibicionismo moral, también llamado lucimiento moral, es un tipo de conducta por el cual un individuo trata de mostrar exageradamente sus altas cualidades en cuanto a moralidad, buscando la aprobación y el reconocimiento del prójimo. 

Bien sabemos, que ser malo no es bueno, por eso, cuando alguien, comparativamente, ve que su  buenísimo puede ponerse en duda, en lugar de aceptar sus acciones, despliega su maledicencia para desacreditar el prestigio de quienes le superan personalmente.  

Todos tenemos un concepto intrínseco de la significancia de lo que es correcto o incorrecto moralmente, dado que la bondad y la maldad está íntimamente contenido en el ser humano. Y humanamente, la carne es débil.

Y como corresponde, el concepto de moral está en permanente discusión, lo que hace apenas unos años era considerado inmoral para nuestros padres, ahora, esos límites aparecen corridos a nuestros ojos de modernidad. 

Una rama de la filosofía estudia el comportamiento humano en cuanto al bien y el mal. Pero lo que puede decir la historia al respecto, es que el concepto de lo correcto o incorrecto ha variado en una especie de sube y baja por siglos. Y aunque no crean, esta variación a lo largo de los siglos, tiene que ver con los que hacen uso y abuso de la "condición de 'Bueno' que dictan las reglas de la moral".

El exhibicionismo moral consiste en hacer una contribución al discurso moral público o social, cuyo objetivo es convencer a los demás, de que uno es "moralmente respetable" y el malo siempre es el otro. Yo soy el bueno y puedo hablar mucho de lo bueno que soy, pero no me pidan que lo demuestre. Pero lo más divertido es, que puedo hablar mucho de lo malo que es el otro, pero tampoco me pidan que lo demuestre. Para eso está la Justicia. Yo solo hablo.

El filósofo y columnista Jorge Freire ha publicado un ensayo en el que arma una inquietante, por precisa, ontología de nuestro presente, que define como una época en el que "el exhibicionismo moral se impone a las buenas acciones".

Todos andamos familiarizados con el concepto banalidad del mal y, desgraciadamente, con su aplicación práctica, escribe el periodista. Jorge Freire, pone en el punto de mira un nuevo concepto en contraposición a este: la banalidad del bien. "La buena acción se trivializa en exhibicionismo, la compasión en empatía, el coraje en molicie y la concordia en asepticismo. Por mor de su canalización, los bienes se vuelven males", escribe. Y, con él por título, nos arma una inquietante, por precisa, ontología de nuestro presente, un sólido y amenísimo ensayo este que bien podría ser el manual de uso de una vida en tiempos convulsos, tiempos estos en los que "una retórica buenista, meliflua y camastrona lo inunda todo". Así que no queda otra que plantar cara y Freire lo hace. Pero no para salvar a nadie ni para dar ejemplo, sino para presentar batalla. Aun sin creerse "ese cuento de que hay libros necesarios" y sin haber sentido nunca "esa comezón de tener que expresarme". Así que lo escribe "porque me da la gana". Porque cuanto más nobles son los sentimientos expresados, peores son las intenciones. "La cursilería es la estética del mentiroso".

Como un Don Quijote ilustrado, se lanza Freire, filosofía en vez de lanza en mano, a batallar. No contra molinos, sino contra el buenismo. Eso que queda "cuando el bien no se sustancia en la vida buena, cuando el exhibicionismo moral se impone a las buenas acciones (hoy el ciudadano es el publicista de sí mismo) y cuando los principios ceden a su espacio a los valores. Que, a pesar de su nombre, no valen nada. Por eso hablo de valores especulativos en un doble sentido: por abstractos y, sobre todo, por su relación con la inversión y el beneficio. No hay más valores que los valores bursátiles". Quizá sea por eso por lo que el moralismo cotiza en alza. Capitalismo anímico, lo llama Freire, cuyo principal inconveniente sería la inacción. "El problema radica en que la palabrería vana se impone sobre la praxis, de manera que vale más lucir que obrar. No tengo nada en contra de que las grandes empresas se preocupen por su reputación, por la transparencia, por la resolución de conflictos… Al revés: celebro que adopten códigos éticos y que en la medida de lo posible se comprometan a obrar de una manera juiciosa. Pero es cuando menos paradójico que las empresas que más contaminan del mundo ahora se vistan como puntas de lanza de la preocupación medioambiental, o que la cadena de hamburgueserías que ha dado matarile a cientos de millones de bóvidos y porcinos se presente ahora como punta de lanza del animalismo. Por no hablar de esa web de pornografía que se vio obligada a borrar buena parte de su material cuando un reportaje sacó a luz que contenía material recusable, y aquí estamos hablando de millones de vídeos que mostraban violaciones o pederastia, y que después fue comprada por un fondo que lleva por nombre, 'Ethical Capital Partners'. ¡Llamativo nombre!". "Hacer públicas las buenas acciones no es malo per se. Sobre este asunto, el filósofo José Carlos Ruiz hizo la siguiente objeción: "no hay nada malo en publicitar las acciones virtuosas". Y tiene razón. La naturaleza humana es mimética: procedemos por imitación a seguir una moda, a adoptar un acento, pero también, a acometer una acción noble. Contar con buenos ejemplos es muy importante. Pero el exhibicionismo es malo porque es mera publicidad sin contenido".

¿Es que no tenemos héroes y por eso elevamos a categoría de héroe a las víctimas? "Cuando no hay posibilidad de héroes", dice, "solo queda la víctima. Por eso los lugares de la memoria reemplazan los monumentos a los héroes. ¿Cómo va a ser la historia la maestra de la vida, como decía Cicerón, si la víctima se ha enseñoreado del recuerdo colectivo? Ya no quedan gestas ni episodios heroicos por emular, sino momentos luctuosos a evitar". Momentos que nos obligan a, de manera rápida y emocional, empatizar con, oh sorpresa, la víctima. Lo sea o solo así lo sienta. La emoción sublimada y… ¿los hechos? ¿Los datos? ¿Qué hay de todo eso? "Abandonarse al racionamiento emocional es peligroso», admite el filósofo. «Piensa en las noticias que nos llegan de los campus estadounidenses: por sentirse ofendidos por lo que dice un ponente, algunos asistentes se sienten legitimados a silenciarlo. Mandan las viejas reglas del duelo que el ofendido elige el arma y, en este caso, suele ser un escrache. La cosa es grave porque basta con sentirse ofendido para que algo sea ofensivo, sin importar que no haya voluntad de ofensa, lo que es a todas luces inaudito. El racionamiento emocional no nos lleva a la verdad, pues la emoción no es más que una respuesta fisiológica (el susto que nos da alguien disfrazado de fantasma, por ejemplo). Cosa bien distinta es el sentimiento, sin el cual es imposible explicar nuestras acciones. Yerran los filósofos que entienden la moralidad como una regalía del pensamiento analítico, racional, imparcial. Ofrécele a un amigo madridista un fajo de billetes para que se haga del Barça y verás que el sentimiento merengue pesa más que la emoción del dinero fácil. Esta es mi tesis: no se trata de elegir la racionalidad sobre el racionamiento emocional, sino elegir el sentimiento, que está arraigado en el tiempo y puede y debe educarse. Así que recuperemos la educación sentimental".

¿La verdad? ¿Qué pasa con eso que hemos dado en llamar "la verdad"? "La verdad", explica, "puede estar amenazada por el sentimentalismo, cierto, pero hoy tiene otro poderoso enemigo, que es el dichoso relato. Quienes lo fían todo al relato piensan que basta con 'imponer marcos' en el caletre de los votantes para ganarse su favor. Y, al hacerlo, convierten la política en un juego de manos. ¿Por qué lo llaman storytelling y no cuentacuentos? Cierto es que lo peligroso no es el relato, sino la certidumbre de que bajo el relato no hay nada. En expresión de Higinio Marín, para discutir es necesario que la verdad exista. Si todo es discutible, solo quedan el cinismo y la lucha por el poder". En estas estamos, efectivamente, pero… ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? "Hemos permitido", cuenta Freire, "que la palabrería domine nuestro discurso. Y, al final, ha terminado dominando nuestra moral. Es lo que he llamado la sofisticación de la moral: sofistikés es lo que aparenta ser verdadero siendo falso. Es lo que sucede a la moral cuando se infla de valores y olvida la virtud. Colgarse el blasón de unos valores muy nobles lleva al equívoco de pensar que basta con ello para ser virtuoso. La banalidad del bien empieza con la sofisticación, con el énfasis en la palabra y la trivialización de la praxis". Así las cosas, parece que no queda otra que 'recuperar la virtud'. "Ser buenos en el buen sentido de la palabra bueno", como decía Machado. "Evitar la molicie fortaleciendo el carácter. Ser personas de honor, que nada tiene que ver con la honra, que no es más que una vis reactiva que solo se defiende cuando alguien externo la amenaza; el honor es el respeto a la palabra dada, es la obligación de comparecer ante la propia conciencia, es el fulcro en que se apoya la virtud".

(No es lo mismo ser víctima que ir de victima... Una víctima es quien sufre un daño personalizable por caso fortuito o culpa propia. Y el victimista se diferencia de la víctima porque se disfraza consciente o inconscientemente simulando una agresión o menoscabo inexistente; o responsabilizando erróneamente al entorno o a los demás).


Fotografía: Internet


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