"Quien se presenta como mejor ante los demás, culpando a
otros de lo que al mismo tiempo se libera, peca de exhibicionismo moral".
El exhibicionismo moral, también llamado lucimiento moral, es un tipo de conducta por el cual un individuo trata de mostrar exageradamente sus altas cualidades en cuanto a moralidad, buscando la aprobación y el reconocimiento del prójimo.
Bien sabemos, que ser malo no es bueno, por eso, cuando alguien, comparativamente, ve que su buenísimo puede ponerse en duda, en lugar de aceptar sus acciones, despliega su maledicencia para desacreditar el prestigio de quienes le superan personalmente.
Todos tenemos un concepto intrínseco de la significancia de
lo que es correcto o incorrecto moralmente, dado que la bondad y la maldad está
íntimamente contenido en el ser humano. Y humanamente, la carne es débil.
Y como corresponde, el concepto de moral está en permanente
discusión, lo que hace apenas unos años era considerado inmoral para nuestros
padres, ahora, esos límites aparecen corridos a nuestros ojos de modernidad.
Una rama de la filosofía estudia el comportamiento humano en cuanto al bien y el mal. Pero lo que puede decir la historia al respecto, es que el concepto de lo correcto o incorrecto ha variado en una especie de sube y baja por siglos. Y aunque no crean, esta variación a lo largo de los siglos, tiene que ver con los que hacen uso y abuso de la "condición de 'Bueno' que dictan las reglas de la moral".
El exhibicionismo moral consiste en hacer una contribución al discurso moral público o social, cuyo objetivo es convencer a los demás, de que uno es "moralmente respetable" y el malo siempre es el otro. Yo soy el bueno y puedo hablar mucho de lo bueno que soy, pero no me pidan que lo demuestre. Pero lo más divertido es, que puedo hablar mucho de lo malo que es el otro, pero tampoco me pidan que lo demuestre. Para eso está la Justicia. Yo solo hablo.
El filósofo y columnista Jorge Freire ha publicado un ensayo
en el que arma una inquietante, por precisa, ontología de nuestro presente, que
define como una época en el que "el exhibicionismo moral se impone a las buenas
acciones".
Todos andamos familiarizados con el
concepto banalidad del mal y, desgraciadamente, con su aplicación práctica, escribe el periodista.
Jorge Freire, pone en el punto de mira un nuevo concepto en contraposición a
este: la banalidad del bien. "La buena acción se trivializa en exhibicionismo,
la compasión en empatía, el coraje en molicie y la concordia en asepticismo.
Por mor de su canalización, los bienes se vuelven males", escribe. Y, con él
por título, nos arma una inquietante, por precisa, ontología de nuestro
presente, un sólido y amenísimo ensayo este que bien podría ser el manual de
uso de una vida en tiempos convulsos, tiempos estos en los que "una retórica
buenista, meliflua y camastrona lo inunda todo". Así que no queda otra que
plantar cara y Freire lo hace. Pero no para salvar a nadie ni para dar ejemplo,
sino para presentar batalla. Aun sin creerse "ese cuento de que hay libros
necesarios" y sin haber sentido nunca "esa comezón de tener que expresarme".
Así que lo escribe "porque me da la gana". Porque cuanto más nobles son los
sentimientos expresados, peores son las intenciones. "La cursilería es la estética
del mentiroso".
Como un Don Quijote ilustrado, se lanza Freire, filosofía en
vez de lanza en mano, a batallar. No contra molinos, sino contra el buenismo.
Eso que queda "cuando el bien no se sustancia en la vida buena, cuando el
exhibicionismo moral se impone a las buenas acciones (hoy el ciudadano es el
publicista de sí mismo) y cuando los principios ceden a su espacio a los
valores. Que, a pesar de su nombre, no valen nada. Por eso hablo de valores
especulativos en un doble sentido: por abstractos y, sobre todo, por su
relación con la inversión y el beneficio. No hay más valores que los valores
bursátiles". Quizá sea por eso por lo que el moralismo cotiza en alza. Capitalismo
anímico, lo llama Freire, cuyo principal inconveniente sería la inacción. "El
problema radica en que la palabrería vana se impone sobre la praxis, de manera
que vale más lucir que obrar. No tengo nada en contra de que las grandes
empresas se preocupen por su reputación, por la transparencia, por la
resolución de conflictos… Al revés: celebro que adopten códigos éticos y que en
la medida de lo posible se comprometan a obrar de una manera juiciosa. Pero es
cuando menos paradójico que las empresas que más contaminan del mundo ahora se
vistan como puntas de lanza de la preocupación medioambiental, o que la cadena
de hamburgueserías que ha dado matarile a cientos de millones de bóvidos y
porcinos se presente ahora como punta de lanza del animalismo. Por no hablar de
esa web de pornografía que se vio obligada a borrar buena parte de su material
cuando un reportaje sacó a luz que contenía material recusable, y aquí estamos
hablando de millones de vídeos que mostraban violaciones o pederastia, y que
después fue comprada por un fondo que lleva por nombre, 'Ethical
Capital Partners'. ¡Llamativo nombre!". "Hacer públicas las
buenas acciones no es malo per se. Sobre este asunto, el filósofo José Carlos Ruiz hizo la siguiente objeción: "no hay nada malo en publicitar
las acciones virtuosas". Y tiene razón. La naturaleza humana es mimética:
procedemos por imitación a seguir una moda, a adoptar un acento, pero también,
a acometer una acción noble. Contar con buenos ejemplos es muy importante. Pero
el exhibicionismo es malo porque es mera publicidad sin contenido".
¿Es que no tenemos héroes y por eso elevamos a categoría de héroe a las víctimas? "Cuando no hay posibilidad de héroes", dice, "solo
queda la víctima. Por eso los lugares de la memoria reemplazan los monumentos a
los héroes. ¿Cómo va a ser la historia la maestra de la vida, como decía Cicerón,
si la víctima se ha enseñoreado del recuerdo colectivo? Ya no quedan gestas ni
episodios heroicos por emular, sino momentos luctuosos a evitar". Momentos que
nos obligan a, de manera rápida y emocional, empatizar con, oh sorpresa, la
víctima. Lo sea o solo así lo sienta. La emoción sublimada y… ¿los hechos? ¿Los
datos? ¿Qué hay de todo eso? "Abandonarse al racionamiento emocional es
peligroso», admite el filósofo. «Piensa en las noticias que nos llegan de los
campus estadounidenses: por sentirse ofendidos por lo que dice un ponente,
algunos asistentes se sienten legitimados a silenciarlo. Mandan las viejas reglas
del duelo que el ofendido elige el arma y, en este caso, suele ser un escrache.
La cosa es grave porque basta con sentirse ofendido para que algo sea ofensivo,
sin importar que no haya voluntad de ofensa, lo que es a todas luces inaudito.
El racionamiento emocional no nos lleva a la verdad, pues la emoción no es más
que una respuesta fisiológica (el susto que nos da alguien disfrazado de
fantasma, por ejemplo). Cosa bien distinta es el sentimiento, sin el cual es
imposible explicar nuestras acciones. Yerran los filósofos que entienden la
moralidad como una regalía del pensamiento analítico, racional, imparcial.
Ofrécele a un amigo madridista un fajo de billetes para que se haga del Barça y
verás que el sentimiento merengue pesa más que la emoción del dinero fácil.
Esta es mi tesis: no se trata de elegir la racionalidad sobre el racionamiento
emocional, sino elegir el sentimiento, que está arraigado en el tiempo y puede
y debe educarse. Así que recuperemos la educación sentimental".
¿La verdad? ¿Qué pasa con eso que hemos dado en llamar "la verdad"? "La verdad", explica, "puede estar amenazada por el sentimentalismo, cierto, pero hoy tiene otro poderoso enemigo, que es el dichoso relato. Quienes lo fían todo al relato piensan que basta con 'imponer marcos' en el caletre de los votantes para ganarse su favor. Y, al hacerlo, convierten la política en un juego de manos. ¿Por qué lo llaman storytelling y no cuentacuentos? Cierto es que lo peligroso no es el relato, sino la certidumbre de que bajo el relato no hay nada. En expresión de Higinio Marín, para discutir es necesario que la verdad exista. Si todo es discutible, solo quedan el cinismo y la lucha por el poder". En estas estamos, efectivamente, pero… ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? "Hemos permitido", cuenta Freire, "que la palabrería domine nuestro discurso. Y, al final, ha terminado dominando nuestra moral. Es lo que he llamado la sofisticación de la moral: sofistikés es lo que aparenta ser verdadero siendo falso. Es lo que sucede a la moral cuando se infla de valores y olvida la virtud. Colgarse el blasón de unos valores muy nobles lleva al equívoco de pensar que basta con ello para ser virtuoso. La banalidad del bien empieza con la sofisticación, con el énfasis en la palabra y la trivialización de la praxis". Así las cosas, parece que no queda otra que 'recuperar la virtud'. "Ser buenos en el buen sentido de la palabra bueno", como decía Machado. "Evitar la molicie fortaleciendo el carácter. Ser personas de honor, que nada tiene que ver con la honra, que no es más que una vis reactiva que solo se defiende cuando alguien externo la amenaza; el honor es el respeto a la palabra dada, es la obligación de comparecer ante la propia conciencia, es el fulcro en que se apoya la virtud".
(No es lo mismo ser víctima que ir de victima... Una víctima es quien sufre un daño personalizable por caso fortuito o culpa propia. Y el victimista se diferencia de la víctima porque se disfraza consciente o inconscientemente simulando una agresión o menoscabo inexistente; o responsabilizando erróneamente al entorno o a los demás).
Fotografía: Internet
No hay comentarios :
Publicar un comentario