El león se despertó y empezó a recorrer su territorio con la cabeza alta y lanzando rugidos para que todos supiesen que había llegado el dueño y señor de todo cuanto se extendía ante su mirada. Con esta moral victoriosa, se encaminaba a una laguna para saciar su sed sin miedo a que nadie pudiese desafiarlo. En ésas estaba, cuando se cruzó con una víbora, a la que paró para preguntarle:
—Dime, ¿quién es el rey de la selva?
—Tú, por supuesto —contestó el reptil alejándose a toda prisa.
El siguiente animal con el que tropezó fue el cocodrilo, que descansaba en una charca. El felino lo despertó de un susto y le interrogó:
—¿Quién es el rey de la selva?
—¿Por qué me preguntas eso? Sabes de sobras que eres tú —contestó.
Envalentonado como iba, el león encontró al elefante y le hizo la misma pregunta, pero éste en lugar de complacerle lo enroscó con su trompa y lo lanzó contra un árbol. Más sorprendido que dolorido el león le reprochó:
—Vale, te entiendo, pero no hace falta que te enfades tanto por no saber la respuesta.
Eso sucede en la vida. Hay gente tan soberbia que se consideran los mejores y cuando alguien les lleva la contraria, creen que son los demás quienes se equivocan.
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