Una princesa que sólo tenía 17 años estaba locamente enamorada de un capitán de su guardia. Deseaba casarse con él, aún a costa de lo que pudiera perder. Su padre, el Rey, que tenía fama de sabio no cesaba de decirle:
—No estás preparada para recorrer el camino del amor. El amor es renuncia y así como regala, crucifica. Todavía eres muy joven y a veces caprichosa. Si buscas en el amor sólo la paz y el placer, no es este el momento de casarte.
La princesa respondía:
—Pero padre, ¡seré tan feliz junto a él! No me separaré ni un solo instante de su lado. Compartiremos hasta el más profundo de nuestros sueños.
Entonces el rey reflexionó y se dijo:
—Las prohibiciones hacen crecer el deseo. Si le prohíbo que se encuentre con su amado, su deseo por él crecerá desesperado. Además, los sabios dicen: «Cuando el amor os llegue, seguidlo, aunque sus senderos son arduos y penosos».
De modo que al fin el Rey dijo a su hija:
—Hija mía, voy a someter a prueba tu amor por ese joven. Vas a ser encerrada con él cuarenta días y cuarenta noches. Si al final sigues queriéndote casar, es que estás preparada y entonces tendrás mi consentimiento.
La princesa, loca de alegría, aceptó la prueba y le dio las gracias a su padre.
Todo marchó perfectamente, pero tras la excitación y la euforia de los primeros días no tardó en presentarse la rutina y el aburrimiento. Lo que al principio era música celestial para la princesa se fue tornando ruido. Comenzó a vivir un ir y venir entre el dolor y el placer, la alegría y la tristeza. Así, antes de que pasaran dos semanas ya estaba deseando tener otro tipo de compañía, llegando a repudiar todo lo que dijera o hiciese su amante. A las tres semanas estaba tan harta de aquel hombre que chillaba y aporreaba la puerta de su recinto.
Cuando al fin pudo salir de allí, se echó en brazos de su padre agradecida de haberle librado de aquel a quién había llegado a aborrecer.
Al tiempo, cuando la princesa recobró la serenidad perdida le dijo a su padre:
—Padre, háblame del matrimonio.
Y su padre, el Rey, le dijo:
—Escucha lo que dicen los poetas de nuestro reino:
«Dejad que en vuestra unión crezcan los espacios.
Amaos el uno al otro, más no hagáis del amor una prisión.
Llenaos mutuamente las copas, pero no bebáis de la misma.
Compartid vuestro pan, más no comáis del mismo trozo.
Y permaneced juntos, más no demasiados juntos,
pues ni el roble ni el ciprés crecen uno a la sombra del otro».
Los padres poseen una intuición especial que los alerta de lo que pueda suceder y como padres previenen a sus hijos, aunque éstos los desprecien… La impulsividad de los jóvenes no atiende ni a razones ni a consejos, luego, tendrán que sufrir las consecuencias…