martes, 20 de abril de 2010

La niña de la medalla

Una chica en las sombras.


Desde que nació, la niña llevaba en su cuello una medalla prendida de una cadena. Estaba muy contenta porque tenía quien la protegía, no se la quitaba ni para dormir, pero, al llegar a la pubertad se despojó de ella. Es que cuando dejamos de ser niños empezamos a buscar lo que más nos identifica para sentirnos bien en nuestra piel.

La niña fue forjando una personalidad rebelde e independiente, se fue aislando de la comunidad cristiana y despotricaba contra la Iglesia. A su madre la odiaba, no podía ni verla y le atribuía todos sus males. La madre sufría porque no sabía qué le había ocurrido a su niña para sentir su desprecio. Sus cosas solo las sabía ella y que nadie osara preguntarle, porque desembocaba en un torrente de despropósitos, ya que no respetaba a nadie alegando que se le había faltado al respeto y eso no lo toleraba.

Nadie podía adelantarse a darle un consejo sin que ella lo pidiera, no lo aceptaba porque lo consideraba intromisión en su vida. Su vida era suya y a nadie le interesaba, y si algo contaba no era ni creíble porque se hizo mentirosa, caprichosamente todo lo manipulaba para presentarlo a su conveniencia y antojo.

Pasados unos años, un buen día dio señales de que estaba recapacitando y quería dulcificar su carácter, porque preguntó a la madre por la medalla que tenía de niña. Quería ponérsela para agarrarse a ella cuando no pudiera controlar sus impulsos de gritar y proferir insultos. La madre comprendió que estaba pidiendo ayuda, de inmediato corrió a buscarla y rápidamente se la entregó, la cogió, en un impulso la besó y se la colgó del cuello.

Por fin se encontró así misma y se refugió en su vida interior. A partir de entonces la niña estaba más sosegada y reflexiva. Se había producido un milagro, ya se podía mantener una conversación distendida y, a medida que pasaban los días el ambiente de la casa cambió. Por fin se respiraba calma, los gritos se ahogaron y dieron paso a las sonrisas. Se despertó el interés de los unos por los otros, por conocer sus sueños e inquietudes. Ahora se ocupaban y preocupaban de vivir y compartir en armonía.

Un nuevo amanecer entró en aquel hogar. La soledad y las tinieblas de la noche habían sido vencidas, y tras el arco iris se escucharon trinos y los aromas de primavera los envolvió para siempre. La vida tenía sentido.

Era habitual verla con la mano en el pecho, dentro de su puño, la medalla con la Virgen y Jesús. Cuentan que murió viejita, sonriendo y agarrada a su medalla.

Fotografía: tamaralvarez, cc.

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