viernes, 10 de marzo de 2017

Secuencias del tiempo

Una niña mira al cielo del atardecer.


Cada persona tiene su particular manera de evadirse de la rutina. A mí una de las cosas que más me gusta es ver los atardeceres de mi niñez. El sol transforma el paisaje con intensos colores que van desde el rojo al naranja fuego. Las nubes y las montañas encendidas parecen hechizadas y los tibios rayos de luz iluminan dibujando caprichosas formas sobre el horizonte. El silencio te envuelve, ni un solo eco del bullicio de una larga jornada. El tiempo parece detenerse en el ocaso del día. Te embarga la melancolía y se encoge el corazón evocando las ausencias que parecen proyectarse en la quietud de la tarde.

Bendita memoria… Como los ecos de un sonido distante, los recuerdos lejanos empiezan a hacerse dolorosamente presentes: la casa llena de voces de niños; la familiaridad de la gente; tras la lluvia, el rumor del agua que corre por el barranco; aquellos fríos inviernos que cubría de granizo el patio de la casa; igualmente, aquellos veranos calurosos y las esplendidas primaveras… Y luego surge la espesa bruma que envuelve a la gente por los caminos dándole un aspecto fantasmal y misterioso. En estos momentos soy perfectamente consciente de la fugacidad del tiempo, pero más de medio siglo después, en la etapa última de mi ciclo vital, sigo recordando aquellas secuencias que conforman mi infancia y que dan consistencia a mi vejez.

Es difícil saber porqué hay viejas experiencias que siguen persistiendo en la memoria como si hubieran sucedido hace unas horas, y porqué hemos olvidado lo que hicimos anteayer. La memoria es una de las funciones humanas más complejas y enigmáticas. Puede suceder, como a muchas personas de mi edad, que se borran momentáneamente los nombres de personas que conocemos en la madurez, pero jamás olvido el pasado más remoto y las cosas que me sucedieron en la infancia. Las secuencias del tiempo están grabadas en lo más profundo de mi mente y la emoción reaviva la añoranza de nobles sentimientos.

La memoria es nuestra identidad. Sin nuestros recuerdos no somos nosotros y todavía diría más: nuestros recuerdos nos permiten soportar las inclemencias de la vida y las adversidades del presente. Y hoy, en mi madurez, al mirar la luz del sol sobre el mar, recuerdo que con los mismos ojos de niña vi al mismo sol como iba cobrando fuerza hasta abrazar las montañas de mi infancia y expectante contemplaba la magia de la exuberante naturaleza; el florecer de los campos con cantos de pájaros entre el rumor sosegado del silencio. Aquellos fueron instantes que se esfumaron en la eternidad del tiempo pero que siguen vivos y palpitantes en mi recuerdo.

Conectados por una intrincada red, el mundo es una cadena de acontecimientos misteriosos y efímeros y nosotros formamos parte de esa cadena, a merced del azar que juega a los dados. Sin respuesta a las grandes preguntas, sólo nos queda aferrarnos a esos hilos invisibles de los recuerdos lejanos que nos transportan al pasado. Allí, al caer la tarde me aguardan mis padres en la casa cavada en la tosca con el patio empedrado lleno de flores y el cielo encendido de sueños. La niña de tirabuzones rubios ríe feliz con la misma inocencia cándida que la acompaña en su vejez. El tiempo se escapa entre sus dedos, pero lee en sus recuerdos y escribe con sus recuerdos, porque la vida es eso, recuerdos que nos asientan en el presente y nos proyecta a un futuro incierto pero esperanzado, donde sigue reinando lo auténtico y verdadero.

El tiempo pasa… Mientras mi vida se llena de años soy consciente de que los años no miden la vida, porque mi vida no tiene tiempo y comienza tras la cuenta de los años que sucumbieron, aunque del tiempo vivido, todos, al final rendiremos cuenta…

Fotografía: niko si , cc.

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