La niña iba creciendo y dejaba atrás su dulzura. Su carácter fue cambiando, a más años más déspota y soberbia. No se dejaba orientar ni aconsejar de su madre porque, según ella, no era quién para meterse en su vida. Su intransigencia la conducía al histerismo y en la casa no se podía controlar, sin límites faltaba al respeto y la convivencia se hacía imposible.
Su rostro fue adquiriendo dureza, su mirada fría inquietaba y se convirtió en un ser tan hermético que sus cosas eran sus cosas… En la casa todos eran sus enemigos y los culpaba de sus malas formas. Ella siempre tenía razón y tenía que defenderse de tanta injusticia que la sacaban de quicio. Ahora que para la calle tenía otra cara, siempre iba de víctima, se ganaba a la gente con zalamería y mentiras, era una actriz tragicómica. Era un ser que ni vivía ni dejaba vivir. Al tratarla daba una imagen que nada tenía que ver con la realidad, no se entendía que yendo de listísima fuera tan parásito, dependía de la madre para todo y aunque la madre le decía que el mundo era grande para que buscara un lugar donde estar a su aire, ella parecía gozar haciendo sufrir a su madre.
Tuvo un hijo y el niño comía y dormía escuchando a su madre despotricando contra la suya. Siempre estaba irritada y su tono de voz denotaba ira; la rabia la tenía en un estado de desesperación, según ella, porque no soportaba a su madre que era la peor persona del mundo. Esa pobre madre sufría mucho y no podía entender qué podía estar pasando en el corazón y la mente de su hija para actuar de una manera tan irracional, y se le hacía difícil reconocer en aquella muchacha tan déspota a su hija. Sus modos y manera de actuar estaban muy lejos de las enseñanzas y la educación recibida, los valores inculcados los pisoteaba y parecía haber perdido la capacidad de razonar.
A medida que el niño crecía ella estaba más agresiva con su madre. El niño quería mucho a la abuela, en sus brazos dormía y comía con más tranquilidad y muchas veces suspiraba como si estuviera oprimido. «¡Pobre niño!» decía la abuela y la hija saltaba embravecida insultándola, era tanta su rabia que vociferaba:
—Tú no eres mi madre. Eres muy mala, yo no tengo madre y no me llames hija.
A la madre la llamaba bruja o rata. El niño cuando estaba con la madre llamaba a la abuela, la abuela se acercaba pero, la madre lo apartaba y poco le importaba que llorara y estuviera triste, porque lo que no soportaba era que el niño quisiera a la abuela. Le decía la hija a la madre que estaba compitiendo para que el niño la quisiera más que a ella, pero en realidad el niño cuando estaba en los brazos de la abuela estaba más relajado y alegre. A veces se lo arrebataba y el niño lloraba con mucho sentimiento.
La hija salía poco. Pero un día salió y por casualidad escuchó a una señora llamada, María, que vivía sola, el interés por compartir su casa. Ella vio una oportunidad, se acercó a María y para tocarla emocionalmente, le dijo que no tenía padres ni familia, aunque tenía un niño muy tranquilo y le pidió que le diera una oportunidad. Como de entrada se cayeron bien y decidieron probar.
Cuando llegó la hija a la casa con la intención de marcharse, se mostraba contrariada hablando entre dientes y dando golpes. La madre con el corazón en un puño sin poder acostumbrarse a ver aquellos inexplicables modos, se arrinconaba en espera de que se calmara un poco, de pronto ve que empieza a meter ropa en bolsas y culpando a la madre de tener que irse porque nunca había recibido cariño sino maltrato. Al salir sin decir a donde iba, llena de ira le dijo a la madre:
—Por fin me voy de este infierno y nunca más me volverás a ver. Me has amargado la vida, nunca olvidaré lo mala que has sido conmigo. Recuerda que no eres mi madre, yo no tengo madre. Olvídate de mí y de mi hijo para siempre…
El niño salió a la fuerza llamando a la abuela. La abuela que ya tenía roto el corazón en ese momento se le rompió también el alma.
María era una mujer amable y la nueva inquilina se esforzaba por agradar sin ocasionar problemas para adaptarse a la convivencia, pero el niño no dejaba de llamar a la abuela. María preguntaba por la abuela y no recibía respuesta, algo ocultaba aquel silencio. El roce hace el cariño y el niño se fue encariñando de María, pero iba perdiendo el apetito y cada día estaba más apagado y triste, no quería ni jugar. Preocupadas lo llevaron al médico, pero tras el estudio no se encontró ninguna causa. Dos cucharaditas era lo máximo que comía, el tiempo pasaba y el niño se debilitaba y perdía fuerzas y defensas.
Aunque lo llevaban al parque no jugaba con los niños, pero siempre corría a sentarse en el mismo banco y se quedaba mirando a un rosal. ¿Cuál era la razón? Junto al banco había un precioso rosal de rosas rojas, posiblemente las rosas traían a la memoria del niño a la abuela, que siempre compraba rosas rojas y al ponerlas en el jarrón le daba una, pero él besando la rosa se la regalaba a la abuela diciendo:
—Esta rosa tan preciosa es para la mejor abuela del mundo.
La abuela feliz y contenta cogía la rosa y llenaba de besos al niño. El niño no se olvidaba de la abuela, desesperanzado por no poder verla se encerró en su silencio sin interés por nada. No se podía entender que un niño tan pequeño pudiera perder las ganas de vivir y se fue consumiendo entre las sábanas, hasta que un día con voz apagada dijo: «¡Abuela!» y cerró los ojitos para siempre. La madre se volvió loca y maldecía a la abuela, al mundo y a su suerte.
María muy preocupada hacía todo lo posible por consolar a esa madre desesperada. Estaba tan desconsolada que no paraba de llorar y perdió el apetito y se negaba a comer. Se iba al parque con la urna de las cenizas del niño y se sentaba en el mismo banco que se sentaba el niño a contemplar el rosal. Era tanta su tristeza que fue enfermando y andaba como ausente. Pasado unos meses, un día llegó dando gritos llamando a María para que la acompañara al parque a que viera algo increíble. La llevó frente al rosal y le dijo:
—¿Me puede explicar lo que está viendo?
María observó y quedó sorprendida al ver que en el rosal de rosas rojas había brotada una rosa blanca. Esa rosa blanca era más grande y más hermosa que todas las demás rosas rojas. Las dos pensaron que era una señal del niño y llorando de alegría se abrazaron. Sin poder contenerse la madre cortó la rosa blanca y sorprendida vio que la sabia era roja y estaba caliente.
A partir de ese día ya no fue más al parque, tenía a su hijo en la urna y el rosal se lo había devuelto. Aunque ya le flaqueaban las fuerzas la rosa blanca le devolvió la alegría. Parecía otra persona, estaba sosegada y reflexiva. Sin miedo se enfrentó a su pasado y empezó a contarle a María todo sobre su vida, sus sinrazones y sus delirios de grandeza. Liberada de los rencores que la oprimían y arrepentida por todo el dolor ocasionado a su madre, reflexionaba en voz alta sobre su actitud irracional e imperdonable. A partir de entonces, su madre se convirtió en el centro de su vida, era el latido de su corazón y sintiéndose orgullosa le confesó a María que tenía la mejor madre del mundo, que era una mujer muy bondadosa, generosa y paciente. Una mujer admirable e inimitable, con un corazón de oro y que ardía en deseos de verla y abrazarla, pero estaba tan avergonzada por su cruel comportamiento que no era capaz de mirarla a los ojos: «¡Aunque ella me perdone, no tengo perdón de Dios!», decía.
María le prometió que buscaría a su madre para que se reconciliara, pero ella no le daba la dirección, se negaba porque, después de todo el dolor y sufrimiento que le había ocasionado no se merecía verla:
—Espero que me perdone. ¿Por qué he sido tan ruin con mi madre? No he vivido por culpa del rencor, y con la venganza le he hecho daño y me lo he hecho a mí misma. No me perdono haber negado a mi hijo el amor de su abuela, a la que tanto quería. ¡Dios mío, perdóname y ten piedad de mí!
María la abrazaba y ella pensando en su madre, decía:
—¡Mamá, te quiero!
Pidió ver a un sacerdote al que le confesó los desatinos de su vida y su arrepentimiento, pero sus fuerzas se agotaron y como un cirio que se apaga le dio las gracias a María por su generosidad y por salvarla. Abrazada a las cenizas de su hijo besaba la rosa blanca y con una sonrisa iluminada dijo:
—¡Te quiero, te quiero mamá!
Y entró en el sueño eterno.
María quería compartir su vida y la vida se lo puso doloroso. Pasaron unos días y María recogiendo las pertenencias de sus huéspedes encontró en un cajón un montón de cartas de la madre y del niño para la abuela. Tuvo que llenarse de fuerzas para presentarse en casa de la abuela y hacer entrega de las urnas con las cenizas de su hija y de su nieto, la rosa blanca y decenas de cartas, y relatar todo lo acontecido desde que su hija se fue a vivir con ella. María se llenó de valor para poder afrontar ese momento. Temblorosa tocó el timbre y emocionada se presentó ante una mujer que emanaba bondad, aunque se la notaba débil. Una vez relatada toda la historia de su hija y de su nieto, las dos se abrazaron para poder apaciguar tanto dolor. La abuela cogiendo las urnas las besaba y las abrazaba contra su pecho. Cuando le entregó la rosa blanca la observaba incrédula porque estaba tan fresca, como recién cortada y olía a su nieto. Besaba la rosa con sumo cariño, de pronto notan que el centro de la rosa blanca se vuelve roja y la alegría las invade al ver que algo maravilloso estaba sucediendo con la rosa blanca.
La abuela preguntó por las fechas que su hija y su nieto cerraron sus ojos a la vida, para ver si coincidía con los días que ella presintió que algo les había pasado, y sí coincidían las fechas. Cuando le entregó las cartas, la abuela empezó por leer las que remitía el nieto, el nieto no sabía escribir, las escribió la hija. Eran unas cartas llenas de amor, tan hermosas que colmaban el espíritu. Las dos mujeres se olvidaron del mundo leyendo las cartas en la que se hacía evidente de que la hija se había metido en su propia trampa y no supo cómo salir. Tras la rebeldía se ocultaba una joven sensible que admiraba y quería a su madre, y a través de las cartas se reconciliaba con su madre, con ella y con su pasado, todo gracias a la aparición milagrosa de la rosa blanca. Ese prodigioso milagro le toco el alma y arrepentida de todo encontró calma y sosiego.
Con la rosa blanca en su habitación cada día escribía a su madre dos cartas, una en su nombre y otra en nombre del niño. Eran tan hermosas que a la abuela ya no le quedaban lágrimas pero esta vez de alegría, le decía a María que su hija era muy buena y María le contaba mil historias de su hija y de su nieto. María y la abuela congeniaron muy bien y viendo María que la abuela estaba muy débil por la enfermedad terminal que padecía, le dijo que no la podía dejar sola y se la llevó a su casa para cuidarla. La abuela no podía creer que la aparición de María en la vida de la familia fuera una casualidad, estaba claro que era un ángel y Dios la había puesto en su camino para asistirlas y acabar con tanto sufrimiento.
La abuela daba gracias a Dios porque María había ayudado a su hija a liberarse del rencor y liberada encontró la paz, el sosiego y la armonía de su alma, así pudo reconciliarse con ella misma sintiéndose agradecida con la vida… La abuela se sentía feliz porque al final todo había salido bien, y presintiendo que había llegado la hora para que su alma dejara este valle de lágrimas, oraba:
—Gracias, Dios Padre misericordioso, por mi hija por mi nieto y por todo lo que me has dado. También te doy las gracias por enviarnos el refuerzo de María que ha sido la luz que nos a alumbrado el sendero del reposo y nos ha indicado la puerta que tiene el poder de romper las cadenas pesadas que paralizan el raciocinio y nos impiden discernir con lógica para actuar con la sensatez y la madurez de los sentidos. Liberados y con el alma serena y en calma emprendemos el camino de las estrellas.
Y abrazando a María le dijo:
—Dios te bendiga, María. Seguro que pronto nos volveremos a encontrar…
Tomó la rosa blanca la besó y la colocó sobre su pecho, después se abrazó a las urnas de las cenizas de su hija y de su nieto y se despidió:
—¡Adiós, María! Mi hija y mi nieto me esperan.
Y cerrando los ojos…, expiró.
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