Una vez un Sacerdote estaba dando un recorrido por la Iglesia al mediodía y se quedó cerca del altar para ver quién había venido a orar. En ese momento se abrió la puerta; el sacerdote frunció el entrecejo al ver a un hombre acercándose por el pasillo, estaba sin afeitar desde hacía varios días, vestía una camisa rasgada y tenía el abrigo gastado cuyos bordes se habían comenzado a deshilachar. El hombre se arrodilló, inclinó la cabeza, luego se levantó y se fue.
Durante los siguientes días el mismo hombre, siempre al mediodía, entraba en la Iglesia cargando una maleta, se arrodillaba brevemente y luego volvía a salir. El sacerdote un poco temeroso empezó a sospechar que se trataba de un ladrón, por lo que un día se puso en la puerta de la Iglesia y cuando el hombre se disponía a salir le preguntó:
—¿Qué haces aquí?
El hombre le contestó:
—Trabajo cerca y tengo media hora libre para el almuerzo y aprovecho ese momento para orar. Sólo me quedo un instante ¿sabe?, porque la fábrica queda un poco lejos, así que me arrodillo y digo: Señor, nuevamente vine para contarte cuán feliz me haces cuando me liberas de mis pecados… Yo no sé orar muy bien, pero pienso en Ti todos los días, así que, Jesús, éste es Jim repostándose.
El sacerdote sintiéndose un tonto le dijo a Jim que era muy bienvenido a la Iglesia y que viniera siempre que quisiera.
Cuando Jim se marchó sintió que su corazón de derretía del calor del amor de aquel hombre. Corrió ante el altar, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas y repitió a Jesús la plegaria de Jim:
—Sólo vine para decirte, Señor, cuán feliz soy desde que te encontré a través de mis semejantes y te doy gracias porque me liberaste de mis pecados. Tampoco sé muy bien cómo orar, pero pienso en Ti todos los días y aquí estoy, Jesús, repostándome.
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