Sí, canto a mi madre porque despierta en mí los más bellos sentimientos, los más hermosos poemas, las más lindas melodías.
Sí, lloro a mí madre porque mi corazón se fue con ella… Me dejó un gran vacío… quedé huérfana… perdida en un gran laberinto.
Era un veintitres de junio, ya el sol se despedía tras las montañas dejando atrás sus destellos anaranjados que iluminaban el cielo y unos rayos encendidos se colaban a través de un ciprés de gran altura que estaba junto a la terraza de la habitación. En la habitación blanca, pobre, limpia y fresca reinaba el silencio. Todas las miradas estaban puestas en la cama donde yacía mi madre, que como un cirio que se quema, se apagaba lentamente hasta exhalar el último aliento. Esa noche, la más larga del año, como una tarde eterna llegó el solsticio del verano cargado de hogueras, conjuros, fuego y calor, pero ironías de la vida, a mí me congeló el alma. La noche fue para mí muy larga y desolada, muy triste y negra a pesar de ser una noche mágica donde el misterio y el embrujo se adueña de la luna. Sí mamá, esa noche tu cuerpo quedó sin vida, pero tu vida no era ese cuerpo, tu vida es tu alma y esa nunca muere, por eso sigues muy viva, tanto, que te fundiste con mi alma dolorida por la ausencia de tu presencia. La hoguera, la magia y la fuerza no se fue con tu ausencia, aunque algo de mí se fue contigo, madre, te quedaste grabada a fuego en mi retina y en mi corazón.